sábado, 24 de mayo de 2008

Merck Química Argentina c/ Gobierno de la Nacion s/ Interdicto

CS, 9/6/1948.-
Merck Química Argentina c/ Gobierno de la Nacion s/Interdicto

Buenos Aires, junio 9 de 1948.
Y vistos los autos “Merck Química Arg. c/Gobierno de la Nación s/Interdicto”, en los que se ha concedido el recurso extraordinario a fs.165
Considerando:
Que el recurso extraordinario se funda en el hecho de que la sentencia de la Cámara Federal de la Capital que rechazó la acción promovida, al convalidar judicialmente los actos emanados del Poder Ejecutivo en cumplimiento de diversos decretos-leyes y en especial los números 6945/45 , 7035/45 , 10.935/45 y 11.599/46 con referencia a la vigilancia, incautación y disposición de la propiedad enemiga, ha consentido la desposesión arbitraria de los bienes afectados por actos irritantes del gobierno de facto que, en resumen y frente a las disposiciones de la Constitución Nacional, los tratados internacionales a los cuales antes de ahora se ha adherido la República y a toda la tradición histórica argentina, comportan flagrante violación tanto de los propósitos fundamentales perseguidos en el Preámbulo de la Constitución, como del derecho de propiedad y garantía de la defensa en juicio, sin perjuicio todo ello, de la errónea y peligrosa extensión de facultades que a través de doctrina y jurisprudencia extrañas a nuestras instituciones e inaplicables por ende en el derecho público argentino, transforma los poderes de guerra en un peligroso instrumento de discrecionalismo antijurídico.
Que con igual objetivo reparador sostiénese, además, con abundantes argumentos extraídos de distintas prescripciones locales o normas internacionales de arraigo en el país o bien referidos a la inexistencia de un estado de guerra real y efectivo, que el P.E. dispuso por sí, con total prescindencia de la actora y de la vía legal o los procedimientos judiciales del caso y equiparables en cierta medida a los indicados en la expropiación forzosa contemplada en el art. 2512 y concordantes del Código Civil, la liquidación a raíz del retiro de la personería jurídica de la apelante, de los bienes que constituían el haber de esta última, bienes que el P.E. había sometido a contralor primero y ocupación después, aduciendo que la sociedad propietaria hallábase vinculada a países con los cuales la República estaba en guerra. Y como el interdicto con que la sociedad “Merck Química Argentina” se proponía obtener el remedio de lo que consideraba un despojo, fue rechazado en segunda instancia por juzgarse que tanto el acto de desposesión como todas sus ulterioridades entre las cuales se encuentra la liquidación mencionada, constituyen el ejercicio de los poderes de guerra que por su naturaleza no son susceptibles de ser sometidos al contralor judicial, el rechazo de la acción importa según la recurrente, la privación de su propiedad sin forma alguna de juicio y contraria por consiguiente a las expresas garantías acordadas en los arts. 17, 18 y 95 de la Const. Nacional.
Que planteado, así, en términos generales, el recurso extraordinario traído a conocimiento y decisión de esta Corte Suprema, cabe señalar en primer término, que cualesquiera pudieran ser los defectos con que el juicio ha sido iniciado y proseguido -por confusión de la acción posesoria y petitoria- lo cierto es que, admitido el recurso por entenderse que los actos del P.E. comportaban menoscabar principalmente el derecho de propiedad, el caso cae dentro de las disposiciones del art. 14 de la ley n°48.
Que por lo tanto, tomando en consideración las alegaciones y agravios expresados por la parte actora y a mérito de los fundamentos y conclusiones a que arriba el fallo apelado corriente de fs. 126 a 144 vta., el presente recurso se circunscribe principalmente a decidir, si el ejercicio de los poderes de guerra por parte del órgano de gobierno investido de tales atribuciones por la Constitución Nacional -en el caso, el Presidente de la República- está o puede estar fuera de la intervención de los tribunales de justicia, cuando como en el sub- lite y al invocarse las garantías civiles reconocidas indistintamente a todos los habitantes de la Nación, se requiere el amparo judicial a fin de proteger o restablecer el goce de los derechos individuales presuntivamente vulnerados en ocasión del ejercicio de los mencionados poderes de guerra. No otra cosa importan las diversas articulaciones traídas al debate que, en síntesis de todas ellas, concentran en el condicionamiento del ejercicio de los poderes de guerra todos y cada uno de los capítulos de impugnación a la sentencia recurrida.
Que a los efectos de resolver, pues, sobre el punto debatido como esencial y alrededor del cual giran las demás cuestiones incidentales introducidas en el extenso memorial de agravios agregado de fs. 171 a 238 de estos autos, corresponde dejar establecido en primer término que, cualquier fuera la inteligencia o alcance que se pretenda asignarles, no cabe discusión alguna sobre la existencia y preexistencia de tales poderes de guerra, por cuanto los principios rectores de que están informados en mira a la salvaguardia de la integridad e independencia nacional o salud y bienestar económico-social que significan uno de los objetos primarios de toda sociedad civil ("El Federalista", número XLI), son forzosamente anteriores y, llegado el caso, aun mismo superiores a la propia Constitución confiada a la defensa de los ciudadanos argentinos (art. 21) y cuya supervivencia futura con más la supervivencia y plenitud de todos los beneficios que ella acuerda o protege, queda subordinada a las alternativas del estado de guerra defensiva al cual el país puede encontrarse avocado en cualquier momento.
Que por análogas causales de excepcionalidad manifiesta pero no por ello imprevista, puesta por tanto al servicio irrenunciable de la custodia en todos los terrenos de la independencia y soberanía nacional que descansa sobre una inmutable base histórico-militar, geográfica, social, ética y política que constituye la más preciada e indiscutible razón de ser de la nacionalidad, es de todo punto innegable tanto el absoluto derecho del Estado para recurrir a la guerra cuando la apremiante necesidad de ella conduce fatalmente a tales extremos, como el derecho a conducirla por los medios indispensables que las circunstancias lo impongan y sin más limitaciones que las que en ese estado de emergencia pudiera haberle impuesto la Constitución o los tratados internacionales en plena vigencia.
Que, considerado así, es notoriamente evidente que el Estado y, en su delegación constitucional, el órgano político munido constitucionalmente de las expresas atribuciones para hacer efectiva la defensa de los supremos intereses de la Nación, es en principio, el único árbitro en la conducción de la guerra promovida en causa propia.
Que fluye de todo lo expresado anteriormente que, el acto de autoridad y soberanía mediante el cual un país entra en guerra con las modalidades que le ha impreso el complejo arte militar moderno, muy diferente por cierto al que se practicaba al tiempo de la sanción de nuestra Carta Fundamental, faculta a los órganos de gobierno que deban conducirla ejecutiva o legislativamente, a prever y realizar todo lo necesario y que no esté expresa e indubitativamente prohibido en esa materia por su propia legislación, a realizar cuanto fuese indispensable hasta donde lo permitan y hasta obliguen las necesidades militares y los intereses económico-políticos conexos con aquéllas, acechada como puede estar la Patria, por la conjunción del esfuerzo bélico-financiero del enemigo dispuesto no sólo a aniquilar los efectivos militares, las reservas económicas, las fuentes de producción local, las vías de comunicación aéreas, marítimas y terrestres y su mismo comercio interior o exterior, sino también, a usar alevemente los recursos introducidos o mantenidos o controlados subrepticiamente en el país llevado a la guerra, como igualmente, a acrecer mediante esos mismos recursos en poder o a la orden aparente de particulares o asociaciones obrantes pérfidamente como prestanombres, las fuentes de su potencialidad y capacidad de resistencia en todos los frentes internacionales en que la contienda pueda extenderse.
Que a mérito de este mismo razonamiento, ajustado por otra parte a la realidad circundante en las últimas conflagraciones universales, puede afirmarse que si bien y en la superficialidad aparente de los hechos el fin no justifica los medios o que la victoria no da derechos como enfáticamente lo tiene proclamado la República desde tiempo atrás y ha sido objeto de especial invocación por la recurrente, ello no puede traducirse en un renunciamiento total que coloque a la Nación en el camino de su derrota, su desmembramiento interno y su desaparición como entidad soberana. La realidad jurídica no puede prescindir de la realidad de la vida, que es la que explica la razón de su organización política y flexibiliza o adopta la letra de sus instituciones básicas. De allí que, la generosidad y el hondo humanismo de que están impregnadas las doctrinas argentinas, no pueden convertirse en el instrumento de su perdición, frente a cualquier enemigo que practique doctrinas opuestas, fundamentadas en el derecho de la victoria.
Que prescindiendo de los antecedentes patrios y las probables fuentes de los ensayos locales, tampoco es posible desconocer que tanto las cláusulas 21, 22 y 23 del art. 67 de la Constitución, como sus concordantes consignadas en los incisos 15, 16, 17 y 18 del art. 86 de la citada Constitución, que reconocen en la diversidad o complementación o compenetración de atribuciones los poderes de guerra de cada una de esas ramas del gobierno nacional, han sido trasladadas casi al pie de la letra o por lo menos con identidad de propósitos, de análogas o parecidas prescripciones adoptadas por la Constitución Federal de los Estados Unidos de Norteamérica (art. I, sec. 8, cláusulas 10, 11, 12, 13, 14 y 15; y art. II, sec. 2, inc. 1). Por cuya razón y sin caer por esto dentro de la clásica polémica entre Alberdi y Sarmiento acerca del valor o la obligatoriedad de la doctrina y la jurisprudencia de aquel país, tal como ha sido insinuado en autos, no sería empero prudente subestimar los valiosos elementos de interpretación y aplicación que allí sirvieron para aquilatar el alcance de los preceptos constitucionales relacionados con los poderes de guerra.
Que a ese mismo respecto y si bien como se ha hecho expreso mérito en la litis, esta Corte Suprema tiene dicho en cuanto a la importancia y practicidad de la doctrina y la jurisprudencia norteamericana, que ".... podemos y debemos utilizar en todo aquello que no hayamos querido alterar por disposiciones peculiares" (Fallos, 19, 231) o más terminantemente aun: "...cuyos precedentes y cuya jurisprudencia deben servirnos de modelo, también lo es que en todo lo que expresamente nos hemos separado de aquél (modelo), nuestras instituciones son originales y no tienen más precedentes y jurisprudencia que los que se establecen en nuestros tribunales" (Fallos, 68, 227), igualmente no es menos cierto que por ajustada adopción de esta doctrina de la Corte, frente al silencio que guardan las respectivas actas del Congreso General Constituyente de 1853 (sesiones del 28 y 29 de abril), el laconismo del texto constitucional y la inadecuada jurisprudencia federal argentina al caso de autos que para otras circunstancias o soluciones se registra en los fallos que han sido citados por la parte actora, la raíz y la orientación originaria de nuestros poderes de guerra, autorizan a recurrir a aquellas únicas fuentes interpretativas, tanto más, cuanto que las sucesivas guerras en que se ha visto envuelta aquella nación desde los albores de su independencia hasta nuestros días -que implican por consiguiente la conducción de la guerra dentro de los viejos y de los nuevos principios auspiciados o estructurados por el Derecho Internacional- le han permitido elaborar una constante doctrina adaptable a todas las naciones americanas que en esa parte, siguieron casi exclusivamente aquel modelo y que en ausencia de una doctrina estable condicionada a las necesidades de la guerra moderna, encuentran en aquellos antecedentes, una inapreciable guía de esclarecimiento para resolver sus propios y casi novedosos problemas bélicos.
Que, entendido así, carece de importancia práctica discutir acerca de si los poderes de guerra de que está investido el Presidente de la República (inc. 18, art. 86, Constitución Nacional), encuentran su fuente y fundamento y hasta la medida de la extensión de los poderes de guerra en el precitado inciso, por cuanto y como se ha expresado precedentemente, esos poderes son anteriores y aun superiores a la propia Constitución que debió ser consecuente consigo misma y con la defensa de su intangibilidad frente a la amenaza enemiga, tanto que reconociéndolo implícitamente así, se ha circunscripto a encomendar esa defensa y la conducción de la guerra tendiente a tales fines e inseparable como es obvio de la defensa de la independencia nacional, al Presidente de la República como comandante en jefe que es a su vez de todas las fuerzas del mar y tierra de la Nación (art. 86, inc. 15), dejando librado a su mejor acierto la forma y los medios más convenientes para salvaguardar exitosamente los sagrados intereses de la República, comprometidos en cualquiera de los terrenos en que la guerra de cada tiempo pueda incidir peligrosamente sobre la vitalidad de la Patria.
Que por idénticas consideraciones es que Story, al comenzar como tratadista e interpretar como juez de la Corte Suprema de los Estados Unidos la pertinente cláusula constitucional semejante a la argentina, aun cuando ubicada en distinto lugar del texto, ha expresado desde aquella remota época, que el " poder de declarar la guerra incluye todas las demás facultades incidentales al mismo y las necesarias para llevarla a efecto. Si la Constitución nada hubiese dicho respecto a cartas de marca o capturas, no hubiera limitado por ello el poder del Congreso. La autoridad de conceder cartas de marca y represalia y de reglamentar capturas, son ordinarios y necesarios incidentes del poder de declarar la guerra. Sin aquéllas, éste sería totalmente inefectivo" (in re Brown v. United States; 8, Cranch, 110).
Que, por lo demás, y según ha sido recordado en la sentencia apelada, no ha de suponerse que la doctrina imperante en los Estados Unidos sobre preceptos constitucionales que inequívocamente sirvieron de fuente para las instituciones argentinas referentes a la guerra, carece de otros antecedentes jurisprudenciales no menos precisos en el mismo sentido. Muy por el contrario y sin entrar en la transcripción parcial y análisis de todos los casos ocurridos, baste decir que aquella doctrina comenzó a estructurarse con anterioridad a la Constitución Federal -in re, Ware v. Hylton, 3 Dallas, 199-, fué reiterada más tarde en Fairfax v. Hunter, 7 Cranch, 603; en Prize Cases, 2 Black, 635; en Metropolitan Bank v. Van Dyck, 27 N. Y. 400; e in re Kneedler v. Lane donde se adujo también, que "el poder de declarar la guerra, presupone el derecho de hacer la guerra. El poder de declarar la guerra, necesariamente envuelve el poder de llevarla adelante y éste implica los medios. El derecho a los medios, se extiende a todos los medios en posesión de la Nación" (45, Penn, 238; S. C. 3 Grant, 465).
Que ya entrando en un período de evolución más próxima a la reacomodación de los conceptos o principios fijados por el Derecho Internacional de la última mitad del siglo XIX, en el cual podría presumirse la atenuación a que Marshall se había referido en 1814, la Corte Federal no solamente reeditó la anterior doctrina, sino también subrayó especialmente la legitimidad de la apropiación de los bienes enemigos radicados dentro o fuera del país, legitimidad que de acuerdo al fallo citado, no podía ser cuestionada judicialmente por aplicación de las disposiciones preceptuadas en las Enmiendas V y VI ratificadas en 1791 y, por lo tanto, no cabía en forma alguna la intervención de los jurados o el funcionamiento del debido proceso legal para resolver sobre la justicia de la desafectación de la propiedad enemiga.
Que más concretamente todavía, en este último caso, se dejó explícitamente sentado que "la Constitución confiere expresamente poder al Congreso para declarar la guerra, otorgar cartas de marca y represalia y dictar leyes respecto a las capturas en tierra y mar. Ninguna restricción está impuesta al ejercicio de estos poderes. Por supuesto que el poder de declarar la guerra envuelve el poder de proseguirla por todos los medios y en cualquier manera en la cual la guerra pueda ser legítimamente proseguida. Incluye, por consiguiente, el derecho de secuestrar y confiscar toda propiedad de un enemigo y disponer de ella a voluntad del captor. Este es y ha sido siempre un indudable derecho del beligerante. Si hubiera cualquier incertidumbre respecto a la existencia de tal derecho, tendría que ser desechada por el expreso otorgamiento de poder para dictar reglas relativas a las capturas en tierra y agua" (Miller v. United States, 11 Wallace, 268-231).
Que independientemente de aquellos precedentes jurisprudenciales y frente a las contingencias de las dos últimas grandes contiendas universales del presente siglo que arrastraron igualmente a aquella nación a una guerra integral cumplida en todos los terrenos militares y económicos, la Corte Federal mantuvo y amplió merced a leyes de emergencia dictadas por el Congreso, la doctrina ya expuesta precedentemente, doctrina que en los aspectos más esenciales ha sido motivo de examen y aplicación en el fallo apelado de la Cámara Federal, por lo que se hace innecesario referirse aquí y en particular a los casos allí citados, como también, a los que coincidentemente con aquella misma doctrina se recuerdan en el voto de la disidencia.
Que, por lo tanto, en términos generales, y de acuerdo a la doctrina y jurisprudencia norteamericanas presentes y pasadas, se desprende sin mayores dificultades, que los poderes de guerra pueden ser ejercitados según el derecho de gentes evolucionado al tiempo de su aplicación y en la medida indispensable para abatir la capacidad efectiva y potencial del enemigo, ya en el propio territorio nacional hasta el cual lleguen a asentarse pública o encubiertamente los medios ofensivos económico-militares del enemigo o en el lugar o lugares que las exigencias de la guerra les señale como de estricta necesidad, a juicio del conductor de la guerra.
Que ello no obstante, habiéndose argüido y hasta aceptado parcialmente, que todos aquellos precedentes se explican en un país que entiende la guerra con finalidades de expansión o en relación a las peculiaridades anglo-sajonas dominantes en su formación ético-racial, bien distintas a la tradición argentina o que resultan inaceptables a la luz de los principios de derecho público interno o internacional que ha adoptado la República Argentina, es bajo todo punto de vista indispensable hacerse cargo de tales fundamentos, con el objeto de esclarecer hasta donde sea posible la cuestión introducida al litigio y decidir en consecuencia, sobre la procedencia de la defensa explícitamente articulada.
Que a tales fines, conviene tener presente con carácter de consideración previa, que las corrientes doctrinarias que paulatinamente vienen reestructurando al Derecho Internacional, chocan entre sí, respecto a la primacía de esta gran rama del derecho público universal sobre el Derecho Constitucional Interno, choque en enrola a las naciones y aun mismo a su derecho público interno en el grupo "monista" o del "internacionalismo puro" que reclama esa primacía, o en el "grupo dualista" o del "paralelismo jurídico" en que al desdoblarse los sistemas jurídicos, mantiene en el orden interno la supremacía de la Constitución local. Ahora bien, es evidente a través de las citas precedentes, que en los Estados Unidos todo indica que se han seguido los dictados de la teoría "monista". De allí, entonces, que en los casos resueltos antes o después de las Enmiendas V y VI, se advierte la influencia de los conceptos antiguos o los derivados de los ultramodernos tratados que han rectificado las convenciones celebradas al iniciarse el presente siglo bajo el signo de mayor benignidad, dando paso así, al propósito de destruir al enemigo en todas las formas, con todos los medios y respecto a todos sus recursos humanos o materiales.
Que, en cuanto a la República Argentina y en un aspecto de generalización de principios, el orden interno se regula normalmente por las disposiciones constitucionales que ha adoptado y por lo tanto, manteniéndose en estado de paz, ningún tratado podría serle opuesto si no estuviese "en conformidad con los principios de derecho público establecidos en esta Constitución" (art. 27). Es decir, pues, que en tanto se trate de mantener la paz o afianzar el comercio con las potencias extranjeras, la República se conduce dentro de las orientaciones de la teoría "dualista". Pero, cuando se penetra en el terreno de la guerra en causa propia -eventualidad no incluida y extraña por tanto a las reglas del art. 27- la cuestión se aparta de aquellos principios generales y coloca a la República y a su gobierno político, en el trance de cumplir los tratados internacionales con todo el rigorismo de que puedan estar animados. Y, si por la fuerza de las circunstancias cambiantes, ha suscripto tratados que pudieran ser o aparecer opuestos en ciertos puntos concernientes a la guerra con otros celebrados con anterioridad, es indudable de acuerdo a una conocida regla del propio derecho internacional, que los de última fecha han suspendido o denunciado implícitamente a los primeros; eso es, por otra parte, un acto de propia soberanía, que no puede ser enjuiciado de ninguna manera.
Que, subsidiariamente a lo dicho sobre este aspecto, es argumento incontrastable de rigurosa aplicación en estos autos, que la realidad viviente de cada época perfecciona el espíritu remanente de las instituciones de cada país o descubre nuevos aspectos no contemplados con anterioridad, a cuya realidad no puede oponérsele, en un plano de abstracción, el concepto medio de un período de tiempo en que la sociedad actuaba de manera distinta o no se enfrentaba a peligros de efectos catastróficos. La propia Constitución Argentina, que por algo se ha conceptuado como un instrumento político provisto de extrema flexibilidad para adaptarse a todos los tiempos y a todas las circunstancias futuras, no escapa a esa regla de ineludible hermenéutica constitucional, regla que no implica destruir las bases del orden interno preestablecido, sino por el contrario, defender la Constitución en el plano superior que abarca su perdurabilidad y la propia perdurabilidad del Estado Argentino para cuyo pacífico gobierno ha sido instituida.
Que por identicas razones, la Corte Federal de los Estados Unidos tiene particularmente dicho, que: "No es admisible la réplica de que esta necesidad pública no fue comprendida o sospechada un siglo ha, ni insistir en que aquello que significó el precepto constitucional según el criterio de entonces, deba significar hoy según el criterio actual. Si se declarara que la Constitución significa hoy, lo que significó en el momento de su adopción, ello importaría decir que las grandes cláusulas de la Constitución deben confiarse a la interpretación que sus autores les habían dado, en las circunstancias y con las perspectivas de su tiempo, y ello expresaría su propia refutación. Para prevenirse contra tal concepto estrecho, fue que el Presidente de la Corte Mr. Marshall expresó la memorable lección: "No debemos olvidar jamás que es una Constitución lo que estamos interpretando (Mac Culloch v. Maryland, 4 Wheat 316, 407); una Constitución destinada a resistir épocas futuras y consiguientemente a ser adaptable a las varias crisis de los asuntos humanos". "Cuando consideramos las palabras de la Constitución, dijo la Corte en Missouri v. Holland, 252 U. S. 416-433, debemos darnos cuenta que ellas dieron vida a un ser suyo desarrollo no pudo ser previsto completamente por sus creadores mejor dotados...." (Citado en Fallos, 172, pags. 54 y 55).
Que, por lo mismo, ha de entenderse que no obstante la terminología del art. 27 de la Constitución que evidentemente no aparece como rigiendo para el estado de guerra, todo derecho o garantía individual reconocida a los extranjeros incluidos en la categoría de beligerantes activos o pasivos, cede tanto a la suprema seguridad de la Nación como a las estipulaciones concertadas con los países aliados a la República. Nada contraría a ello, ni el derecho público interno que por o demás no reconoce derechos absolutos y mucho menos atentatorios contra la independencia nacional, ni las prácticas o doctrinas anteriores, por cuanto esas prácticas o aquellas doctrinas fueron establecidas o elaboradas de acuerdo a las modalidades militares de su tiempo y que no pudieron prever las circunstancias futuras o las formas intensivas y demoledoras que habrían de adoptarse en las guerras venideras.
Que es en virtud de tales fundamentos, que el entonces gobierno de facto de la República, alcanzada por un flagelo que nunca conoció, no sólo pudo dictar el decreto-ley 6945/45 que declaró el estado de guerra con Alemania y el Japón, sino además, el decreto 7032 del mismo año y su coordinador número 11.599/46, referidos estos últimos al régimen de la propiedad enemiga o presa terrestre, ya prevista en la Conferencia Interamericana de México, de febrero de 1945. Esos decretos son ley de la Nación, tanto por su origen de acuerdo a la doctrina sustentada recientemente por esta Corte Suprema, como por haber sido ratificados por las leyes 12.837 y 12.838 sancionadas por el Congreso reinstalado en el año 1946. Esas leyes, en suma, como asimismo los tratados internacionales igualmente ratificados y que hacen a la misma cuestión de fondo debatida en estos autos, constituyen ley suprema de la Nación a tenor de lo dispuesto en el art. 31 de la Constitución Nacional.
Que, por otra parte y siempre dentro de este mismo género de consideraciones, no podría ser de otra manera, si se tiene en cuenta que no se trata en el caso del goce y colisión de derechos individuales entre particulares o en que únicamente media el interés privado frente a los poderes públicos. El estado de guerra presupone necesariamente un grave e inminente peligro para la Nación y nada ni nadie puede invocar un mejor derecho, cuando se está en presencia de la independencia, la soberanía y la seguridad interna y externa de la Nación. De no ser así y admitiendo que siempre, fatalmente siempre, hubiese de prevalecer el interés individual, la Constitución al desarmar y desarticular todas las defensas posibles de la República, se habría tornado en un instrumento de disgregación nacional, lo que a todas luces es absurdo, ilógico y antinatural. Es por ello mismo que esta Corte tuvo ocasión de insistir sobre esta cuestión tan trascendental, cuando arribaba a la conclusión de que "no se concebiría la creación de un Gobierno Nacional con poderes limitados pero soberano, sin munirlo de los medios indispensables para defender su existencia y la del orden social y político que garantiza" (Fallos, 167, 142).
Que, en consecuencia, el Presidente de la República, obrando dentro de las atribuciones que expresa e implícitamente le ha otorgado la Constitución sin limitación no contradicha por ninguna otra disposición aplicable en la especie, ha podido dirigir el estado de guerra en la forma y por los medios o con los efectos que ha creído más conveniente en resguardo de los elevados intereses de la Nación, sin que ello importe transgredir ninguna norma constitucional y sin que tampoco implique, por lo demás, el reconocimiento de un discrecionalismo ilimitado, pues nunca podría rayar en irresponsabilidad, en atención a lo prescripto en los arts. 45, 51 y 52 de la Constitución.
Que la parte actora se ha agraviado, igualmente, por considerar que el estado de guerra no había abierto las hostilidades reales, que la apropiación se resolvió después de la rendición incondicional de los países enemigos y, finalmente, que al abrogarse el Presidente de la República facultades judiciales, no sólo infringía el art. 95 de la Constitución, sino además, le privaba de la garantía de la libre defensa ante los jueces naturales encargados de tales funciones. Sobre el primer punto, es de observar, que si bien resulta cierta en el hecho la impugnación, tampoco es menos exacto que el peligro lo mismo existía en razón de que los recursos del enemigo concentrados en las filiales dependientes del control de aquellos países -a juicio del titular de los poderes de guerra- podían movilizarse dentro o fuera de la República en forma o modo que contribuyeran al desquiciamiento local o el de las naciones aliadas, sin perjuicio de poder ser repatriados para prolongar el estado de guerra o eludir al tiempo del restablecimiento de la paz, el cumplimiento de las reparaciones exigibles de acuerdo a las leyes y las costumbres de la guerra.
Que en cuanto al hecho de haberse dispuesto de los bienes de la recurrente después de la cesación de las hostilidades a causa de la rendición lograda, debe señalarse que independientemente de la obligatoriedad de proceder así por imperio de los tratados ratificados por el Gobierno Nacional, esa circunstancia no es bastante por sí sola para ser atendible, en razón de que jurídicamente el estado de guerra subsiste al no haberse firmado la paz, causal esta que no reviste el carácter de un hecho notorio o de mero conocimiento, sino que se desprende de un expreso acto oficial del gobierno, cual es el decreto N° 10.002, del 7 de abril del corriente año (9) en el que como surge de los considerandos allí expuestos y lo que establece en sus artículos 3 y 4, todos los efectos de la guerra declarada quedan diferidos hasta el restablecimiento de la paz. Cabe agregar, a mayor abundamiento, que la subsistencia de ese estado de guerra con todos los efectos directos o indirectos que ella provoca, ya ha sido reconocido por esta Corte Suprema, en el fallo publicado en el tomo 204, pag. 418.
Que en cuanto a la pretendida injerencia judicial del Presidente de la República en la desposesión y apropiación de los bienes tenidos por enemigos, corresponde recordar que, como reiteradamente lo tiene resuelto esta Corte, aquella prohibición se refiere exclusivamente al impedimento de intervenir en contiendas o causas legisladas por las leyes comunes civiles o penales (Fallos, 149, 175; 164, 345; 169, 256; 175, 182; 185, 251 ; 195, 220; 194, 494 y 564; etc.), que ninguna relación guarda con el ejercicio de las funciones privativas que le han sido expresamente confiadas, ya sea para hacer efectivas tanto la conducción de la guerra (art. 86, inc. 15 y 18; y Fallos, 149, 175; t175, 182) como las elementales medidas de defensa que el país pueda reclamar (Fallos, 164, 345) y sin que ese ejercicio implique comprometer ninguna de las garantías acordadas en el art. 18 de la Constitución (Fallos, 164, 345).
Que, por lo tanto, no es del resorte del Poder Judicial juzgar y resolver sobre aquellas necesidades, los medios escogidos y la oportunidad en que pudieron o debieron ser realizados, desde el momento que el exclusivo poder autorizado para determinar sobre la procedencia o razonabilidad bélica de esas y otras medidas adoptadas en el curso del estado de guerra, es el mismo órgano de gobierno asistido de aquellas atribuciones insusceptibles de ser calificadas como judiciales, y el único capacitado en funciones del manejo militar que ejerce o del conocimiento perfecto que tiene de poderosas y secretas razones militares o de entronque internacional referidas a la lucha entablada, para discernir sobre su conveniencia y oportunidad, razones estas que desconoce en absoluto el Poder Judicial y que con su intervención obstaculizaría las operaciones de guerra en cualquiera de sus aspectos y alcances o la preparación de los acuerdos de paz.
Que, en resumen de todo lo expuesto en los considerandos precedentes, se sigue la lógica consecuencia de que únicamente el Poder Ejecutivo de la Nación en actos propios del ejercicio de sus privativos poderes de guerra, es el que tuvo atribuciones suficientes para resolver sobre la calificación enemiga de la propiedad de la recurrente, el mayor o menor grado de vinculación o dependencia que podía mantener con las naciones en guerra, la efectividad y la gravedad que pudiera importar la penetración económica del enemigo, la eventualidad de proyectar la guerra sobre ese campo y por consiguiente, la conveniencia o necesidad de la vigilancia, control, incautación y disposición definitiva de los bienes, como asimismo, de la necesidad y urgencia de proceder en tal forma en la oportunidad que respectivamente adoptó cada una de esas medidas, todo ello sin obligación de recurrir previamente a los estrados judiciales, o sin tener que afrontar ante estos últimos, juicio de responsabilidad civil propia o de la Nación por la comisión de aquellos actos.
Que estas conclusiones no obstan en modo alguno, a la posibilidad de que firmada que sea la paz definitiva, las partes alcanzadas por las medidas de desafectación que llegaron a adoptarse durante el estado de guerra declarada por el Gobierno Nacional en uso de sus atribuciones, y se consideraran agraviadas en el goce de los derechos que legítimamente les cupiere invocar, puedan intentar las acciones judiciales que más crean convenientes para reducir a sus justos límites los efectos producidos.
Por los fundamentos expresados y los concordantes del fallo de fs. 126, de acuerdo a lo dictaminado por el Sr. Procurador General, se confirma la sentencia apelada en cuanto ha podido ser materia del recurso extraordinario. – TOMAS D. CASARES (en disidencia) – FELIPE S. PEREZ- LUIS R. LONGHI- JUSTO L ALVAREZ RODRÍGUEZ- RODOLFO G. VALENZUELA
Disidencia. –
Considerando:
Que el recurso extraordinario se funda en la alegación de que el ejercicio de las facultades regladas por los decretos relativos a la vigilancia y disposición final de la propiedad enemiga, hecho por el Poder Ejecutivo en este caso, es violatorio del derecho de propiedad y de la garantía de la defensa. Refiérese que el Poder Ejecutivo dispuso por sí, con total exclusión de l actora y de la vía y los procedimientos judiciales, la liquidación, a raíz del retiro de la personería jurídica, de los bienes que constituían el haber de esta última, bienes que el P. E. había sometido a contralor, primero, y ocupado luego, alegando que la sociedad propietaria hallábase vinculada a países con los cuales la Argentina estaba en guerra. Y como el interdicto con que la actora se proponía obtener el remedio de lo que considera un despojo, fue rechazado por juzgarse que tanto el acto de desposesión como todas sus ulterioridades entre las cuales está la liquidación mencionada, constituyen ejercicio de poderes de guerra que por su naturaleza no pueden ser sometidos al juicio judicial, el rechazo comporta en realidad, según la recurrente, la consecuencia de privarla de su propiedad sin forma alguna de juicio, no obstante lo dispuesto en los arts. 17 y 18 de la Constitución.
Que la posesión amparada por los interdictos integra, sin duda alguna, el patrimonio de la actora y le alcanza, por consiguiente, la garantía del precepto constitucional citado, cuya amplia comprensión ha reconocido esta Corte reiteradamente. Tanto más cuanto que si bien en el interdicto no ha de discutirse el derecho a poseer, así provenga de un inobjetable título de dominio, sino el hecho de la posesión, es innecesario recordar cuan estrechamente relacionado con la propiedad hállase este hecho que constituye uno de sus efectos y es también un medio de llegar a obtenerla. La denegación de un interdicto puede, por consiguiente, dar lugar al recurso extraordinario, no por cierto cuando sólo se trate de su procedencia desde el punto de vista de las disposiciones civiles y procesales pertinentes, sino cuando, como en este caso, se funda en que la ocupación con la cual el P. E. ha excluido de la posesión al dueño de los bienes no puede ser cuestionada ante los jueces. Tal es la razón en cuya virtud esta Corte lo declaró procedente a fs. 165, y de la cual se sigue su preciso alcance.
Que, en consecuencia, este recurso extraordinario tiene exclusivamente por objeto decidir si el ejercicio de los poderes de guerra hállase en todos los casos en que se trata de ellos -con la sola excepción de los juicios de indemnización de daños determinados por las consecuencias de dicho ejercicio-, substraído a la intervención de los jueces, pues esta conclusión es de la sentencia apelada, cuyo rechazo del interdicto tiene el alcance -demostrativo de que no se lo rechaza por razones concernientes al régimen propio de la acción posesoria instaurada-, de cerrar también, la vía de la acción petitoria. Lo cual pone a su vez de manifiesto que la sentencia recurrida, no obstante corresponder a un juicio posesorio, afecta en lo substancial el derecho de propiedad de que la recurrente sigue considerándose titular. En cuanto a que el amparo de la justicia, si hubiera de reconocerse la posibilidad de su procedencia, haya de acordarse en este caso mediante el interdicto deducido es, en cambio, cuestión de derecho común, procesal y de hecho; ajena, por consiguiente, al recurso extraordinario.
Que, como se dijo en el primer considerando, el P. E. decidió por acto propio y exclusivo tomar posesión de todos los bienes de la sociedad actora -a la cual había retirado la personería jurídica- y proceder a la liquidación mediante los órganos creados por el mismo a ese efecto, excluyendo a los representantes legales de la sociedad y a toda forma de intervención judicial. La medida y el modo de ejecutarla habrían obedecido a que estos bienes estaban al servicio de los países a los cuales la Argentina declaró la guerra en un acto por el cual contrajo al mismo tiempo obligaciones de aliada respecto a todas las demás naciones que la habían declarado con anterioridad.
Que los bienes a que se refiere el interdicto son inmuebles situados en territorio nacional y colocados, en consecuencia, bajo el orden jurídico del país.
Que se trata de saber si los poderes de guerra comprenden con respecto al Poder Ejecutivo, la facultad no sólo de incautarse de ellos en cuanto lo requiere la conducción de la guerra, sino también la de convertir ese secuestro en apropiación definitiva, por sí y con exclusión, de la justicia, en oportunidad de la liquidación de los efectos o consecuencias de esta última.
Que sobre la existencia de poderes de guerra en el órgano del Estado que debe conducirla, no cabe discusión. No hay especial interés en determinar el precepto constitucional del cual emergen, pues se trata de potestades concurrentes a la existencia misma de la Nación, realidad preexistente a todo régimen positivo de organización institucional y llamada a sobrevivir a cualquiera de ellos. Los principios rectores de los poderes de guerra son anteriores a la Constitución. Tan innegable como la posible necesidad de tener que recurrir a la guerra es el derecho del Estado, puesto en el deber de recurrir, para hacer todo lo que lícitamente conduzca a la obtención del fin que la ha determinado.
El Estado que hace la guerra es juez en causa propia, como los individuos en los actos de defensa impuestos por la circunstancial imposibilidad de recurrir a una instancia y un amparo superiores. "El declarar la guerra forma parte del poder de jurisdicción y es acto de justicia vindicatoria, la cual es soberanamente necesaria en el Estado para la represión de los malhechores..... El Soberano puede perseguir..... al Estado extranjero que por el delito cometido queda bajo su autoridad. Si el Soberano de que se trata no tiene superior en lo temporal no puede pedirse justicia a otro juez (Suárez, De Bello, sec. 2, N° 1).
Que el acto de autoridad y soberanía por el cual un país entre en guerra faculta y obliga a los órganos de gobierno que deben conducirla a realizar todo lo necesario, en cuanto no sea intrínsecamente ilícito, para quebrantar la hostilidad del enemigo, porque ese quebrantamiento es el requisito de la justicia en procura de la cual se ha llegado a esta "ultima ratio". De tales poderes no cabe decir que su fuente y fundamento está en el art. 86, inc. 18 de la C. Nacional. Considerado en sí mismo, este precepto no tiene otro objeto ni otro alcance que el de determinar el órgano de gobierno sobre el cual recae la responsabilidad de hacer la guerra. Lo dispuesto allí y en el inc. 22 del art. 67 sobre las patentes de corso y de represalia, aunque se admita que comprende las presas terrestres, y que el tratado de París de 1856 no obsta al ejercicio de este medio de guerra, nada resuelve respecto a la cuestión aquí tratada. La guerra comporta, en principio, el derecho de apropiarse de ciertos bienes del enemigo, como se explicará más adelante, pero aquí se consideran los requisitos de la expropiación en determinadas circunstancias, requisitos que si han de cumplirse por parte del Gobierno Nacional cuando la incorporación al propio dominio es realizada por él mismo, con mayor razón tendrían que ser cumplidos por el particular que mediante la patente respectiva hubiera recibido la autorización excepcional de efectuar represalias. Por eso ha podido observarse, como lo recuerda J. V. González (Manual de la Constitución, pg. 507), que la facultad de reglamentar las presas más bien que accesoria del poder de guerra lo es del de establecer tribunales de justicia. El régimen de presas incluye, en el derecho de gentes, la existencia de una justicia ante la cual pueda debatirse la legitimidad del apresamiento. Aunque aquí no se trata de la distinción entre presas marítimas y presas marítimas y presas terrestres. El distinto régimen legal de la que aquí se invoca no provendría de que es terrestre, sino de que el apresamiento recae sobre bienes colocados bajo la autoridad de las leyes nacionales y, por consiguiente, aunque se trate de una apropiación justificada por el hecho extraordinario de la guerra, en cuanto comporta privación absoluta y definitiva de una propiedad regida por las leyes de la Nación tiene que consumársela de acuerdo con ellas, a diferencia de lo que sucede con el apresamiento en acción de guerra de lo que está fuera de los límites del país, en la cual se consuma en principio la desapropiación por el acto del apresamiento.
Que ni en los preceptos constitucionales aludidos ni en otro ninguno está la determinación de lo que importa para juzgar de los poderes de guerra en orden a lo que se debate en esta causa, a saber: cuáles habitantes del país regularmente radicados en él han de ser tenidos por enemigos en tiempo de guerra y qué puede hacerse con sus personas y sus bienes. Es que lo primero no puede ser objeto de definición legal, como no fuera refiriéndose tanto lógicamente al comportamiento hostil, pues el carácter hostil de una actitud depende de las más variadas e imprevisibles circunstancias. Y en cuanto a lo segundo, si se trata de personas y bienes que están bajo la autoridad y el orden jurídico del Estado enemigo, los poderes en cuestión tienen que comprender la facultad de proceder como lo impongan las también imprevisibles alternativas de la guerra, lo cual debe quedar librado a la autoridad inmediatamente responsable de su conducción. En la medida en que la guerra es lícita lo es, con respecto a la vida, a la libertad y los bienes de los súbditos enemigos, todo lo requerido, en cada circunstancia mientras sea intrínsecamente lícito, para obtener los fines que la han determinado. Lo cual no quiere decir que todo lo del enemigo esté fuera de la ley. Cuando sea recurso directo o indirecto del Estado enemigo para hacer la guerra tiene que soportar las consecuencias de la condena pronunciada contra este último. Pero la declaración de guerra -o el acto de hacerla para repeler una agresión, haya o no declaración formal- es, como quedó dicho, un acto de justicia; justifica hecha por la propia mano en ausencia de una instancia superior efectiva y operante, pero no con prescindencia de toda norma.
Y no se trata sólo de la ley internacional positiva que consta en los tratados. Si se tratara sólo de ella, en todo lo que no está regido por los pactos vigentes la guerra sería un estado de cosas ajeno al derecho; pero ninguna especie de relación entre los hombres corresponde a la dignidad humana si no reconoce la eminencia de una ley que objetivamente y por sobre el mero arbitrio de cada una de las personas -jurídicas o naturales-, que entran en relación, determine conforme a bien común, lo que es de cada uno. Si no hubiera derecho donde no hay ley positiva sería inútil disertar sobre las facultades de los Estados en el proceso de la guerra; la cuestión se resolvería en los hechos, puesto que la medida de la facultad se confundiría en cada caso con la medida de la fuerza de quien la invoca y ejerce. No es otro el asiento del informulado derecho de gentes a que se alude en los arts. 102 de la Constitución Nacional, 1 y 21 de la ley 48, derecho éste de mayor latitud y comprensión que cuanto sea materia positiva de los tratados. Y es la luz de la ley natural la que hace patente el sentido de la fórmula con la cual la Nación expresó alguna vez, por boca de sus autoridades, su subordinación a la justicia a raíz de una guerra victoriosa: la victoria no da derechos. Lo que con ella se obtiene es la efectiva posibilidad de su ejercicio mediante la reparación del agravio que lo obstaba (Vitoria, de los indios, Relec. 2da., 13; Grocio, Del derecho de la guerra y de la paz, lib. II, cap. I, párr. I). Sólo es de veras victoria la que comporta la victoria de un derecho; pero los derechos para cuya defensa se va a guerra no constan sino muy rara vez en normas positivas.
Que de esta sujeción de la guerra -acto de enjuiciamiento-, a la ley natural, síguese la obligación de subordinar al orden jurídico positivo interno la ejecución de lo que el Estado en guerra haya de hacer con las personas y los bienes que se encuentren bajo la fe de su derecho nacional. Porque la guerra no está sobre toda ley, el Estado que la hace no puede considerarse con motivo y en ocasión de ella, relevado de las subordinaciones que su propio orden jurídico, instaurado para regir en toda circunstancia, impone a sus facultades respecto a las personas y los bienes que antes de iniciarse el estado bélico habían sido acogidos por el imperio de su jurisdicción. Al hacer la guerra el Estado asume posición y responsabilidad de juez, y lo que pueda hacer -sin comprometer la suerte de la guerra-, mediante sus propias y ordinarias instituciones, debe hacerlo para el afianzamiento de la justicia que con ella se procura.
Que la cuestión se ha hecho, sin embargo, extremadamente difícil porque en la guerra total contemporánea parece que se tendiera a considerar justificado cuanto favorezca no sólo a la derrota de enemigo sino su aniquilamiento en todas sus órdenes y por todos los medios. Y como el medio empleado en la defensa propia tiene que poder llegar hasta donde sea preciso para adecuarse a la agresión, las naciones que se propongan no comportarse en la guerra con menos justicia que en la paz pueden hallarse ante casos límites en orden a la legitimidad de ciertos medios que son, sin embargo, los únicos de eficacia proporcionada a la especie y magnitud de los que emplea el enemigo. El fin no justifica los medios, pero la licitud o ilicitud de cada medio puede depender de las particulares circunstancias, buena parte de las cuales proviene de situaciones creadas por el comportamiento del enemigo. Además, la faz económica de las guerras ha adquirido importancia extraordinaria a causa, por una parte de la tendencia recordada a hacer de la guerra un medio de aniquilamiento total del país enemigo y, por otra, de la existencia de poderes económicos superiores, a veces, de hecho, a los de la legítima autoridad de los países en que actúan y con posibilidades, además, de anónima influencia internacional. Y por fin, la economía contemporánea y el crecimiento de las funciones del Estado favorece la disimulación de lo que pertenece al Estado enemigo o está bajo una potestad suya equivalente al dominio formal. Ya hace más de un siglo que se dijo no ser imaginable nada parecido a una guerra para los ejércitos y una simultánea paz para el comercio.
Que de todo ello se sigue deber ser muy amplias y muy ágiles las facultades del Poder Ejec., responsable inmediato de la conducción de la guerra, con respecto a la vigilancia de la vida económica en el país durante aquélla, y a la determinación de lo que en ella ha de tratarse como propiedad del enemigo. Pero si se ha de considerar que el orden jurídico nacional interno no es allanado en lo esencial de él por el hecho de la guerra, puesto que ella misma, en cuanto lícita, está en el orden del derecho, hay que distinguir las facultades de contralor, vigilancia y ocupación o secuestro, y aun las de disposición, determinadas por exigencias del esfuerzo bélico, de la desapropiación definitiva.
El ejercicio de las primeras sin intervención ni recurso judicial directo no comporta violación de la propiedad en las excepcionales circunstancias de una guerra, porque de las necesidades de la defensa nacional durante ella debe juzgar sin apelación quien la tiene a su cargo y es responsable inmediato de su consumación. De la eficacia de la defensa depende que el país salve y afiance los beneficios de su orden, y entre ellos la inviolabilidad de la propiedad. Sería, pues, contradictorio oponer esta garantía al ejercicio eficaz de poderes de guerra sin el cual aquélla podría perecer junto con la totalidad del orden nacional. Por lo demás, la inviolabilidad de la propiedad consiste, substancialmente, en que nadie sea privado de ella sino en virtud de sentencia fundada en ley. Mientras no se trate de actos de apropiación definitiva, es el uso y goce de la propiedad lo que se halla en juego en las circunstancias de que se está tratando, y si ello sufre accidental restricción conforme a las normas legales de emergencia, la sufre en resguardo de la substancia del derecho aludido mediante la defensa del primero de los bienes comunes que es la integridad de la Nación. Esta es la eventualidad contemplada en el art. 2512 del Código Civil. Sólo que en dicho precepto se contempla esta posibilidad respecto a bienes de los que la autoridad necesite servirse para los fines de la guerra y aquí se trata de prevenir o neutralizar la acción hostil susceptible de ser realizada con determinados bienes que, no obstante hallarse en jurisdicción nacional y bajo el régimen y el amparo de las leyes argentinas, haya motivos para presumir que están directa o indirectamente al servicio del enemigo. Por eso aquella ocupación da lugar a resarcimiento y esta última puede no darlo.
Que otros son los términos del problema cuando se trata de actos de disposición con prescindencia de la justicia y de los dueños de los bienes que se liquidan, ello ocurre una vez concluidas las hostilidades y no concierne, por consiguiente, a la conducción de la guerra. Sólo en calidad de dueño estaría facultado el P. E. para proceder en tal caso con exclusión de la justicia y de quienes, según las leyes bajo las cuales allanes los bienes de que se trate, con sus dueños. Pero de la propiedad sólo puede privarse a su dueño "en virtud de sentencia fundada en ley" (art. 17, Constitución).
Que por lo mismo la subsistencia del estado jurídico de guerra mientras no se firmen los tratados de paz, reconocida expresamente en Fallos, 204, 418, no influye para nada en este punto. Con la desaprobación definitiva no se acrecientan ni perfeccionan, en una palabra, no se modifican de hecho en lo más mínimo las medidas de precaución y seguridad que el Poder Ejecutivo haya considerado indispensable tomar con respecto a esos mismos bienes en razón de la subsistencia del estado de guerra y no obstante la cesación de las hostilidades a raíz de la rendición incondicional del enemigo. Y ya se ha dicho que este pronunciamiento no tiene más alcance que el de desconocer el derecho, atribuido al P. E. en la sentencia apelada, de considerarse definitiva o irremisiblemente dueño de los bienes, por él ocupados, de los cuales se trate en estos autos, sin haber dado a sus propietarios oportunidad de controvertir ante los jueces los hechos y razones en cuya virtud el Poder Ejecutivo considera que le asiste el derecho de apropiación. Vale decir, que con ello no se interfiere en el ejercicio de las facultades de vigilancia y ocupación que son propias del Poder Ejecutivo durante el estado de guerra.
Que estas mismas razones explican que tampoco hagan variar los términos de la cuestión los tratados internacionales que la Nación tenga concluídos respecto al destino de estos bienes, pues es obvio que en ellos no se decide, ni se podía decidir, cuáles eran determinadamente los bienes de que sus dueños habían de ser desapropiados. Porque una de dos: o esa desapropiación es acto de justicia, y entonces, como se acaba de expresar, las razones y los hechos que la justifican deben poderse controvertir ante los jueces, porque la privación de la propiedad tiene que ser sancionada por sentencia para ser lícita (art. 17, de la Constitución), o puede ser acto de arbitrio del legislador que aprueba y perfecciona los tratados (art. 67, de la Constitución), pero entonces ello querría decir que hay casos en que se puede privar de la propiedad sin sentencia y que hay leyes que pueden estar por encima de la Constitución y quedar substraídas al contralor de su constitucionalidad. No, la Nación no se compromete nunca sino a lo que con justicia puede hacer. Esta es una condición sobreentendida en toda relación jurídica verdaderamente tal. Lo que los compromisos internacionales de que se trata quieren decir es que la Nación hará lo que en ellos se establece con todos aquellos bienes cuya desaprobación esté justificada, es decir, pueda consumarse en justicia.
Que no cabe invocar el enjuiciamiento que la guerra comporta, para considerar cumplido lo que el principio constitucional exige. No se trata de necesidades de la guerra sino de la liquidación de sus efectos. Y de una liquidación a realizarse con la desapropiación de bienes regidos por las leyes nacionales. La ley de la guerra justifica en principio desapropiaciones de esta especie, pero en las circunstancias de que se ha hecho mención los derechos cuya extinción sería causada por ella, tienen que poderse confrontar con el que invoca el Poder Ejecutivo, del modo y ante la autoridad que las instituciones del país han establecido para dar a cada uno lo suyo cuando hay contradicción sobre los derechos que se invocan. Lejos de comportar extralimitación de atribuciones por parte de la autoridad judicial, esto es la consecuencia necesaria del principio a que obedece la delimitación de las funciones propias de cada uno de los poderes que constituyen el Gobierno de la Nación. La integridad del orden jurídico nacional exige que este efecto extremo de la guerra en el régimen de la propiedad consistente en la desapropiación resarcitoria, con los actos de disposición final que pueden seguírsele, no se consume con respecto a bienes colocados bajo dicho orden, o para decirlo con la enérgica expresión de Hamilton "existentes al amparo de la fe acordada a las leyes del propio país", sin la garantía del amparo judicial establecido para el afianzamiento de la justicia, que es, por cierto, el mismo fin procurado con la guerra. Substraída la desapropiación a dicha garantía en las circunstancias explicadas hay violación de la propiedad y de la defensa.
Que la posibilidad de una demanda de indemnización si se probase que lo que el Gobierno nacional considera propia no era ni directa ni indirectamente propiedad del enemigo ni había estado a su servicio, no remedia la violación constitucional cuando los fines procurados con la desapropiación no requieren en ese momento que se lo consume por acto privativo del P. E., pues se trata de liquidar los efectos de una guerra que, si bien no ha tenido fin jurídico mediante los pertinentes tratados de paz, ha concluido de hecho, como esfuerzo bélico, indiscutiblemente. No la remedia porque la indemnización equivale a la propiedad monetariamente, pero la propiedad no es sólo un valor económico; comprende, desde el punto de vista de lo que representa para la condición del hombre en sociedad -y en ello está la razón de ser primera de este derecho-, valores insusceptibles de traducción económica. Es indispensable recurrir a esta última cuando hay derecho a privar a alguien de su propiedad -como en la expropiación por causa de utilidad pública-, cuando extremas necesidades públicas han impuesto su impostergable destrucción (art. 2512, Código Civil), o cuando el menoscabo ilegítimo de ella se ha consumado; pero un régimen institucional y social entre cuyos fundamentos está la propiedad, antes que asegurar el resarcimiento, debe procurar, en cuanto sea posible, que el menoscabo del derecho no se consume.
Que los decretos por los cuales se rigen los actos de vigilancia y disposición de la propiedad enemiga (110.790/42; 122.712/42; 30.301/44; 7032/45; 7035/45; 7760/45; 10.935/45; 11.599/46), de los que tienen particular relación con esta causa los N° 7032/7035/10.935 y 11.599, no acuerdan en ningún caso intervención ni recurso judicial alguno. Si este silencio no debe interpretarse como positiva exclusión de la justicia en cuanto concierna a los actos de la autoridad creada por ellos, síguese de todo lo expuesto que si no los decretos mismos la interpretación de ellos que la excluye sería inconstitucional (Fallos, 176, 339; 186, 383). Si implican positivamente la exclusión aludida, en cuanto la impliquen en las actuales circunstancias y la comporten hasta respecto a la "desapropiación definitiva", los decretos aludidos son violatorios de los arts. 17 y18 de la Constitución Nacional.
Que la sentencia apelada alude a una presunción, derivada de ciertos antecedentes mencionados en la misma, según la cual los bienes a que este juicio se refiere eran propiedad enemiga. Pero sólo se trata de una referencia accidental que no constituye fundamento propio de lo decidido. Lo prueba, por de pronto, la redacción del pasaje respectivo -"todo hace presumir que la actora se encontraba económicamente vinculada y bajo la dependencia del enemigo" , fs.128-, pero sobre todo lo demuestra la integridad de la argumentación dirigida por completo a sostener la improcedencia de la intervención judicial en la ejecución de cualesquiera medidas de disposición tomadas por la junta bajo cuya autoridad hállase la propiedad enemiga en el régimen de los decretos que se acaban de citar.
Que, en síntesis, la definitiva apropiación por parte del Estado Argentino, a consecuencia de la guerra, de bienes pertenecientes a una Nación enemiga o puestos al servicio de sus hostilidades, pero que se hallan en el país bajo el régimen de sus instituciones, no puede consumarse sin violación de las garantías constitucionales, como no sea dando a quienes por las leyes nacionales son dueños de ellos, posibilidad de debatir judicialmente la calificación en virtud de la cual el Estado se considera con derecho de apropiación a su respecto. Esta conclusión impone la revocatoria de la sentencia en lo que ha sido materia del recurso conforme a lo expresado en el considerando 3, donde se determinó el alcance de este último. Deben, por tanto, volver los autos a la cámara para que, en vista de este pronunciamiento decida si en las circunstancias de esta causa y habida cuenta de la naturaleza jurídica de la acción promovida, ésta es o no procedente, con el alcance propio de las sentencias en juicios de esta especie, cual es dejar abierto el camino de la acción petitoria, si el interdicto es rechazado, o, si se hiciera lugar a él, la vía, para el Estado Argentino, del juicio ordinario pertinente para requerir que se sancione con regularidad constitucional la privación de la propiedad de que se trata en virtud del derecho de apropiación emergente de la guerra invocado por él.
Por tanto, se revoca la sentencia apelada en cuanto ha sido materia del recurso, debiendo volver los autos a la Cámara para que visto este pronunciamiento falle de nuevo la causa, con el alcance determinado en el último considerando. – TOMAS D. CASARES



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