martes, 27 de mayo de 2008

Martinez Areco, Ernesto s/ causa 3792

M. 1451. XXXIX.
Martínez Areco, Ernesto s/ causa N° 3792.
S u p r e m a C o r t e:

Las cuestiones materia de recurso guardan sustancial analogía con las examinadas en la causa C.1757.XL "Casal, Matías Eugenio y otro s/ robo en grado de tentativa —causa N° 1681—", en la cual he dictaminado con fecha 9 de agosto del corriente.
Por tal motivo, doy por reproducidos, en lo pertinente, los fundamentos expuestos en ese dictamen en beneficio de la brevedad.
En consecuencia, opino que V.E. debe hacer lugar a la queja, declarar procedente el recurso y dejar sin efecto la resolución impugnada para que, por intermedio de quien corresponda, se dicte otra con arreglo a la doctrina allí expuesta.
Buenos Aires, 18 de agosto de 2005
Esteban Righi
Es Copia

Buenos Aires, 25 de octubre de 2005.
Vistos los autos: "Recurso de hecho deducido por Ernesto Martínez Areco en la causa Martínez Areco, Ernesto s/ causa N° 3792", para decidir sobre su procedencia.
Considerando:
1°) Que el Tribunal Oral en lo Criminal N° 12 de esta ciudad, condenó a Ernesto Martínez Areco a la pena de dieciocho años de prisión, accesorias legales y costas, como autor penalmente responsable del delito de homicidio simple en concurso ideal con aborto por violencia sobre la mujer embarazada (arts. 79, 87 y 54 del Código Penal, respectivamente).
La decisión fue impugnada por la defensa mediante recurso de casación -en los términos del art. 456, inc. 2°, del Código Procesal Penal de la Nación-, en el que sostiene que el fallo contiene vicios de fundamentación que traen aparejada su invalidez, puesto que se trataría de una sentencia arbitraria.
Este recurso fue denegado por el tribunal oral, motivo por el cual se presentó el recurso de queja por casación denegada, que la Sala IV de la cámara respectiva rechazó.
Finalmente, contra dicha resolución se dedujo recurso extraordinario, cuya denegación motivó la presente queja.
2°) Que en lo que aquí interesa, surge de las constancias de la causa, que el tribunal oral tuvo por acreditado que el procesado, "el día 1 de enero de 2002, siendo las 12:00 hs., le quitó la vida a su concubina Adriana del Carmen Bustos, quien se encontraba transitando un avanzado embarazo, para lo cual le produjo varias heridas con un arma blanca, en su cuello y miembro inferior izquierdo, en el interior de la Villa 15 de esta ciudad, frente a la casa nro. 216 de la manzana 28. Como consecuencia de ello, a las 12.25 de ese mismo día, se practicó una cesárea a la víctima en el hospital Santojani, falleciendo la niña que llevaba en su vientre a las 22.00 hs., por asfixia perinatal, cuadro provocado justamente por la hemorragia padecida por su madre debido a las heridas de arma blanca antes mencionadas. Dicha criatura era hija del imputado" (confr. fs. 414/414 vta.).
3°) Que en el recurso de casación, la defensa solicitó que se declarara la nulidad de la sentencia condenatoria, en virtud de su falta de fundamentación en cuanto hace a la valoración de la prueba, ya que no se habían contestado los planteos efectuados sobre la procedencia de aplicación al caso de la figura de emoción violenta, planteo éste que habría sido soslayado en la sentencia, sin merecer un tratamiento adecuado, y descartando la aplicación del principio de in dubio pro reo, sin motivar esta decisión. Por otro lado, también solicitó la nulidad de la sentencia en orden a la defectuosa fundamentación en la individualización concreta de la pena.
El tribunal oral, a su turno, no hizo lugar al recurso de casación argumentando que los dos agravios esbozados por la defensa "bajo el ropaje de una supuesta -y no demostrada‑ arbitrariedad de sentencia, la defensa pretende introducir una valoración propia de las pruebas del debate que resulta absolutamente ajena a la materia del recurso casatorio. Es por ello, dada la naturaleza extraordinaria restringida y formal de la impugnación casacional, que este Tribunal, considera que las cuestiones planteadas por la defensa no resultan ser materia revisable por la Excma. Cámara Nacional de Casación Penal, tal como lo ha resuelto reiteradamente el Superior en innumerables fallos...", citando posteriormente numerosos precedentes de la Cámara Nacional de Casación Penal que confirmarían su proceder.
Esta denegación del recurso casatorio, efectuada por el tribunal oral, originó que la defensa presentara la queja correspondiente ante el a quo.
4°) Que la Sala IV de la Cámara Nacional de Casación Penal, al rechazar la presentación de la defensa, expresó que ésta no había logrado demostrar la tacha de arbitrariedad alegada, coincidiendo con las razones expuestas por el tribunal oral en el auto denegatorio del recurso de casación.
Agregó que "...de la lectura del recurso de casación de la Defensa surge que lo allí planteado se desarrolla dentro del marco de las divergencias con la valoración de la prueba efectuada por el sentenciante, sin hacerse cargo de la concatenación lógica realizada en la sentencia entre cada uno de los elementos evaluados, los que por el contrario, la parte, ataca de manera fragmentada y aislada, para arribar a una conclusión diversa".
5°) Que tanto en la presentación federal como en la queja originada a raíz de su rechazo, el recurrente manifestó que la decisión apelada, resultaba violatoria de los principios de debido proceso y de defensa en juicio, puesto que se había vulnerado el derecho a recurrir el fallo condenatorio ante un tribunal superior que consagran los arts. 8.2.h de la Convención Americana sobre Derechos Humanos y, 14.5 del Pacto Internacional de Derechos Civiles y Políticos.
La defensa fundamentó estos agravios en la consideración de que el recurso de casación había sido presentado con el objeto de que el tribunal revisara el razonamiento lógico utilizado en la sentencia condenatoria impugnada, con relación a las reglas que deben regir el procedimiento de valoración de los hechos y las pruebas incorporadas al debate, y en su caso estableciera si existieron o no arbitrariedades en el mismo, conforme a los agravios desarrollados.
Sin embargo, plantea la defensa, que el a quo rechazó sin más su presentación, recurriendo para ello al empleo de fórmulas dogmáticas y a un rigorismo formal excesivo, omitiendo evaluar la sentencia impugnada y los planteos efectuados por su parte, pese a que su tratamiento se imponía.
Agregó que este proceder, no sólo vulneró los principios del debido proceso y de la defensa en juicio -contenidos en el art. 18 de la Constitución Nacional-, sino que también privó al recurrente del derecho de revisión integral de la sentencia por un tribunal superior, conforme lo interpretan distintas resoluciones de la Comisión Interamericana sobre Derechos Humanos y calificada doctrina.
6°) Que el recurso extraordinario resulta formalmente procedente, toda vez que la sentencia impugnada reviste el carácter de definitiva, ya que pone fin al pleito, proviene del tribunal superior de la causa, puesto que se impugna el pronunciamiento de la Cámara Nacional de Casación Penal, y suscita cuestión federal suficiente toda vez que, además de invocarse la doctrina de este tribunal en materia de arbitrariedad de sentencias, se debate en el caso, el alcance otorgado al derecho del imputado de recurrir la sentencia condenatoria consagrado en el art. 8.2.h de la Convención Americana sobre Derechos Humanos y en el art. 14.5 del Pacto Internacional de Derechos Civiles y Políticos —que forman parte del bloque de constitucionalidad federal en virtud de la incorporación expresa que efectúa el art. 75, inc. 22 de la Constitución Nacional—. En virtud de ello, y al hallarse cuestionado el alcance de una garantía del derecho internacional, el tratamiento del tema resulta pertinente por la vía establecida en el art. 14 de la ley 48, puesto que la omisión de su consideración puede comprometer la responsabilidad del Estado argentino frente al orden jurídico supranacional. Finalmente, existe relación directa e inmediata entre las normas internacionales invocadas y el pronunciamiento impugnado; y la decisión es contraria al derecho federal invocado por el recurrente.
7°) Que a los efectos de determinar el alcance otorgado por el tribunal a quo a la garantía en cuestión, resulta indispensable en primer lugar precisar cómo se encuentra regulado en el ámbito nacional el recurso de casación. En este sentido, el art. 456 del Código Procesal Penal de la Nación establece que el recurso de casación es admisible en los supuestos de inobservancia o errónea aplicación de la ley sustantiva e inobservancia de las normas que este Código establece bajo pena de inadmisibilidad, caducidad o nulidad, siempre que, con excepción de los casos de nulidad absoluta, el recurrente haya reclamado oportunamente la subsanación del defecto, si era posible, o hecho protesta de recurrir en casación.
El alcance de este dispositivo legal es materia de interpretación y, de ésta, depende la extensión de la materia revisable en casación. Debe decidirse si la casación es un recurso limitado conforme a la versión originaria, en la cual tenía por exclusivo o predominante objetivo la unificación de los criterios jurisprudenciales (su llamado objetivo político) o bien, si es un recurso más amplio y, en este último supuesto, en qué medida lo es. Es decir que debe considerarse, hasta dónde la amplitud de su materia podría apartarse de la limitada versión originaria sin afectar la oralidad del plenario, pero dando cumplimiento al requisito constitucional de los arts. 8.2.h de la Convención Americana sobre Derechos Humanos y 14.5 del Pacto Internacional de Derechos Civiles y Políticos en función del inc. 22 del art. 75 de la Constitución Nacional.
8°) Que nuestra tradición jurisprudencial en materia procesal penal no responde a lo que se suele denominar interpretación progresiva en sentido estricto. En general, no fue la jurisprudencia la que avanzó sobre las leyes procesales, sino que éstas fueron progresando y la jurisprudencia acompañó ese avance. Más bien puede afirmarse que se operó un acompañamiento jurisprudencial a una legislación lentamente progresiva.
La Constitución Nacional estableció como objetivo legal un proceso penal acusatorio y con participación popular. La legislación nacional no se adecuó a este objetivo, pero la perspectiva histórica muestra una progresión hacia la meta señalada, posibilitada por el subjuntivo empleado en el originario art. 102 y actual 118 constitucional. La jurisprudencia constitucional fue acompañando este progreso histórico, sin apresurarlo. Es decir que en ningún momento declaró la inconstitucionalidad de las leyes que establecieron procedimientos que no se compaginaban con la meta constitucional, lo que pone de manifiesto la voluntad judicial de dejar al legislador la valoración de la oportunidad y de las circunstancias para cumplir con los pasos progresivos. Justo es reconocer que esta progresión legislativa se va cumpliendo con lentitud a veces exasperante, pero respetada por los tribunales.
En este contexto de legislación progresiva con respeto judicial por los tiempos legislativos se inserta la introducción y la interpretación del alcance del recurso de casación en materia penal.
9°) Que nuestros códigos procesales penales contemplan el recurso de casación, introducido a partir del código de Córdoba de 1940. La casación entró a nuestra legislación procesal como cuña de extraña madera en el orden jurídico, pues su objetivo proclamado en su versión originaria —el mencionado objeto político— es poco compatible con la estructura y funciones que la Constitución Nacional asigna al Poder Judicial Argentino.
10) Que la casación europea en su versión originaria —tradicional o clásica— surgió como resultado del control político que en tiempos de la revolución los legisladores franceses quisieron ejercer sobre sus jueces, de los que —con sobrada razón— desconfiaban. Los viejos y degradados tribunales del antiguo régimen —llamados parlamentos— fueron reemplazados, y se consideró que era menester cuidar que los nuevos no cayesen en análogos o peores vicios. Con ese objeto se creó un tribunal extrajudicial, junto al legislativo, encargado de romper las sentencias en que los jueces, por vía de interpretación (función que se consideraba usurpadora del poder político), se apartasen del sentido literal de las leyes. La prohibición de la interpretación (o, como máximo, la admisión del solo método de interpretación gramatical) y la casación, son paralelos y necesariamente complementarios. Con el correr de los años y el advenimiento del imperio, se montó un poder judicial altamente burocratizado y jerarquizado, organizado en forma piramidal, del que no cabía esperar que se separase de las leyes pues había sido entrenado en su estricta y repetitiva aplicación (escuela exegética). En esas circunstancias carecía de sentido mantener un tribunal extrajudicial para controlar la pirámide entrenada en aplicar la ley a la letra, de modo no contradictorio, siempre igual, y, por ende, se consideró llegada la hora de ubicar a este tribunal dentro del propio mecanismo judicial, como su cabeza. El tribunal vigilador de jueces, que el poder político (Parlamento, emperador) había usado al margen del judicial, pasaba a ser cabeza de éste, siempre en una estructura verticalmente organizada y jerárquica, es decir, corporativa. El tribunal de casación dejó de vigilar a los jueces para pasar a mandarlos. De ese modo se garantizaba —por lo menos teóricamente— el estricto y celoso cumplimiento de la voluntad política expresada en la ley.
11) Que concebida de este modo —y también para no sobrecargar de trabajo al tribunal cupular—, la casación fue la instancia que no entendía de hechos, sino sólo de la interpretación de la ley, para que ésta no se distorsionase en su aplicación, con el objetivo político de garantizar la voluntad del legislador y reducir al juez a la boca de la ley. La cúpula jerárquica que coronaba la estructura judicial corporativa rompía las sentencias que se apartaban de esa voluntad política expresada en la letra de la ley. El modelo se extendió rápidamente por Europa y se mantuvo casi invariable hasta la finalización de la segunda guerra mundial.
12) Que este modelo de organización judicial no tiene nada en común con el nuestro. Alberdi y los constituyentes de 1853 optaron por el modelo norteamericano, originariamente opuesto por completo al europeo, su antípoda institucional. Los constituyentes norteamericanos, al proyectar el modelo que luego tomaría la Constitución Nacional, no desconfiaban de los jueces, sino del poder central —federal— que creaban. Temían generar un monstruo que lesionase o suprimiese el principio federal. Los derechos consagrados en la Constitución de los Estados Unidos, en su origen, no limitaban las leyes de los Estados, sino sólo las leyes federales. Los norteamericanos se independizaban de la Corona, pero no querían instituir un poder central —federal— que en definitiva viniese a ejercer un poder arbitrario análogo. Por ello, dieron a todos los jueces la facultad de controlar la constitucionalidad de las leyes y, en última instancia, a su Corte Suprema. El Poder Judicial norteamericano no era jerarquizado ni corporativo, sino horizontal, con el control difuso de constitucionalidad; el único elemento de verticalidad fue el stare decisis. En lugar de encargar a los legisladores el control de los jueces —como los franceses—, los norteamericanos pusieron a los jueces a controlar a los legisladores.
13) Que se trata, pues, de dos modelos diferentes: nuestro recurso extraordinario responde al modelo de los jueces controladores de la legislación; el recurso de casación proviene del modelo de legisladores controladores de las sentencias. Originariamente, la casación fue un típico recurso propio de un Estado legal de derecho; el recurso extraordinario lo es, de un Estado constitucional de derecho.
14) Que el llamado objetivo político del recurso de casación, sólo en muy limitada medida es compatible con nuestro sistema, pues en forma plena es irrealizable en el paradigma constitucional vigente, dado que no se admite un tribunal federal que unifique la interpretación de las leyes de derecho común y, por ende, hace inevitable la disparidad interpretativa en extensa medida. La más fuerte y fundamental preocupación que revela el texto de nuestra Constitución Nacional es la de cuidar que por sobre la ley ordinaria conserve siempre su imperio la ley constitucional. Sólo secundariamente debe admitirse la unificación interpretativa, en la medida en que la racionalidad republicana haga intolerable la arbitrariedad de lesiones muy groseras a la igualdad o a la corrección de interpretaciones carentes de fundamento. Pero resulta claro que no es lo que movió centralmente a los constituyentes a la hora de diagramar el sistema judicial argentino.
15) Que desde 1853 —y pese a las múltiples ocasiones en que se lo ha desvirtuado o desviado— nos rige el mandato de hacer de la República Argentina un Estado constitucional de derecho. Nunca en su sistema se puede concebir un recurso que tienda a quebrar las sentencias de los jueces para imponer una única voluntad interpretativa de la ley, con el afán de no desvirtuar la voluntad política del legislador ordinario. Por el contrario, nuestro sistema conoce desde siempre el recurso que permite a los ciudadanos impetrar de sus jueces la supremacía de la Constitución sobre la voluntad coyuntural del legislador ordinario que se hubiese apartado del encuadre de ésta. En consecuencia, la perspectiva constitucional argentina es, estructuralmente, refractaria al llamado recurso de casación en su limitada versión tradicional u originaria.
16) Que el proceso penal que en la legislación comparada y a partir del modelo napoleónico acompañó a los estados legales de derechos europeos y a sus sistemas judiciales corporativos y verticalmente organizados, es el llamado mixto, o sea, el que comienza con una etapa policial e inquisitoria, a cargo de un juez que se pone al frente de la policía de investigación criminal. El plenario acusatorio es público, pero las pruebas del sumario inquisitorio siempre pesan. El viejo modelo del proceso penal napoleónico se extendió por Europa, junto con el modelo judicial vertical y la casación, siendo inseparable de ésta en materia penal.
Por el contrario, el proceso penal de un sistema judicial horizontalmente organizado no puede ser otro que el acusatorio público, porque de alguna forma es necesario compensar los inconvenientes de la disparidad interpretativa y valorativa de las sentencias. De allí que nuestra Constitución previera como meta el juicio criminal por jurados, necesariamente oral y, por ende, público.
Posiblemente sea necesaria —aquí sí— una interpretación progresiva para precisar el sentido actual de la meta propuesta por la Constitución. Habría que determinar si el jurado que ese texto coloca como meta es actualmente el mismo que tuvieron en miras los constituyentes, conforme a los modelos de su época, o si debe ser redefinido según modelos actuales diferentes de participación popular. Pero cualquiera sea el resultado de esta interpretación, lo cierto es que, desde 1853 la Constitución reitera en su texto la exigencia de la publicidad del proceso penal al recalcar la necesidad de establecer el juicio por jurados, como una de las más idóneas para lograr la publicidad. La circunstancia de que el deber ser no haya llegado a ser por la vía legislativa no puede ocultar que la Constitución optó por un proceso penal abiertamente acusatorio, al que tiende la lenta progresión de la legislación argentina a lo largo de un siglo y medio.
17) Que la casación penal llegó a la Argentina acompañando el modelo procesal penal europeo, considerado en su momento —con toda justicia— como un notorio avance legislativo, lo que no es comprensible si se prescinde de la perspectiva histórica en que se produjo este hecho. La contradicción se explica porque nuestros legisladores del siglo XIX desecharon los proyectos de juicio por jurados y partieron del proceso penal español en el momento más inquisitorio de su historia contemporánea. El procedimiento que se estableció en el ámbito nacional fue escrito, con amplia vigencia del secreto; la instrucción, extremadamente inquisitoria, larga y farragosa; el juez investigador, dotado de enormes poderes. Tal fue el modelo procesal con que Obarrio debió llenar urgentemente un vacío que se hacía insoportable. La República —por vía de sanciones provinciales y del propio Congreso Nacional para la Ciudad de Buenos Aires— se regía por un código penal basado en la mejor tradición liberal europea, la sanción del primer código penal nacional no alteró esa tradición inaugurada por Carlos Tejedor, inspirado en Johann Paul Anselm von Feuerbach y el código de Baviera de 1813. Obarrio era un penalista liberal profundamente inspirado en Francesco Carrara, pero su obra legislativa procesal era requerida porque la República necesitaba códigos con urgencia y no había tiempo de modificar la pesada estructura judicial del momento. Por ende, se trataba de un texto eminentemente provisorio, pero que perduró más de un siglo y, además, fue imitado por todas las provincias. La bocanada liberal de Tomás Jofré con los códigos de San Luis primero y de la Provincia de Buenos Aires más tarde, se vió rápidamente neutralizada con la delegación de la actividad instructoria directamente en la policía dependiente del Poder Ejecutivo.
18) Que nuestra legislación procesal penal, durante más de un siglo, se apartó de las líneas que le trazara la Constitución. Incluso, ni siquiera respetó el modelo europeo o francés napoleónico, pues eligió una variante mucho más inquisitoria y mucho menos pública. Lo que no fue más que el producto de la urgencia por codificar el derecho penal y procesal penal después de tres cuartos de siglo de vida independiente, mantuvo vigencia cuando el país había alcanzado el desarrollo cultural y social que superaba los estrechos márgenes de los legisladores de las últimas décadas del siglo XIX. De este modo perduró un siglo un código procesal inspirado en la restauración borbónica.
Durante buena parte del siglo pasado —y en lo federal, hasta fines de ese siglo— no tuvimos el proceso penal propio del sistema de Poder Judicial horizontalmente organizado con control de constitucionalidad (Estado constitucional de derecho). Es más, ni siquiera tuvimos el que era corriente en los poderes judiciales corporativos sin control de constitucionalidad (estados legales de derecho), sino el producto de una coyuntura histórica española mucho más inquisitoria y derogada en su propio país de origen. No necesitábamos la casación, porque en el procedimiento escrito se imponía la apelación, en que el tribunal plural revisaba todo lo resuelto por el juez unipersonal. La unificación interpretativa era ocasional y se llevaba a cabo por medio de la inaplicabilidad de ley y los plenarios.
19) Que sin duda, frente a un proceso penal tan abiertamente inconstitucional y que llevaba más de medio siglo de vigencia, el código de Córdoba de 1940 representó un avance notorio. Trajo el código italiano, pero justo es reconocer que ese modelo, que perfeccionaba el napoleónico con mejor técnica jurídica, aunque proviniese de la obra jurídica del fascismo —valga la paradoja— y fuese propio de un Estado legal de derecho —toda vez que no se podía considerar al Estatuto Albertino una Constitución en sentido moderno—, se acercaba mucho más a la Constitución Nacional que el modelo inquisitorio escrito entonces vigente. Dicho código incorporaba el plenario oral, es decir, cumplía el requisito de publicidad en mucha mayor medida que el procedimiento escrito; obligaba a que un tribunal integrado por tres jueces cumpliese con el requisito de inmediación; dificultaba o impedía directamente la delegación del ejercicio real de la jurisdicción y, si bien mantenía la figura inquisitoria del juez instructor, atenuaba en alguna medida sus poderes. Con este texto viajó desde Europa el recurso de casación como inseparable acompañante, para evitar las disparidades interpretativas de la ley entre los tribunales orales de una misma provincia.
20) Que se entendió en ese momento que la doble instancia no era necesaria, por ser costosa y poco compatible con la inmediación del plenario oral. Como lo señala el mismo Presidente de la Corte Interamericana de Derechos Humanos en su voto particular en la sentencia del caso "Herrera Ulloa vs. Costa Rica" del 2 de julio de 2004 (párrafo 35, serie C N° 107), se entendió que la doble instancia se compensaba con la integración plural del tribunal sentenciador y éste fue el criterio dominante en los textos que siguen el Código Procesal Penal Modelo para Iberoamérica. De allí que se importase una casación limitada a las cuestiones de derecho y así la entendió buena parte de nuestra doctrina. Pero este razonamiento —al menos en el caso argentino— pasa por alto que si bien la introducción de un modelo procesal menos incompatible con la Constitución Nacional es, ciertamente, mucho mejor que el sostenimiento de otro absolutamente incompatible con ella, no por ello configura todavía el que desde 1853 requiere nuestra ley fundamental y que, además, debe hoy cumplir con el requisito constitucional del derecho de recurrir del fallo ante el juez o tribunal superior del art. 8.2.h de la Convención Americana sobre Derechos Humanos y del concordante art. 14.5 del Pacto Internacional de Derechos Civiles y Políticos.
21) Que este tribunal también admitió esta interpretación progresiva. En un primer momento —antes de la reforma constitucional y en vigencia del viejo código de procedimientos en materia penal— entendió que el recurso extraordinario era apto para garantizar el derecho al recurso del condenado (confr. Fallos: 311:274). Sin embargo, con posterioridad asumió que a partir de la incorporación de la Convención Americana Derechos Humanos al bloque constitucional -mediante el art. 75, inc. 22-, el recurso establecido en el art. 14 de la ley 48 no satisfacía el alcance del derecho consagrado en el art. 8°, inc. 2°, ap. h de la Convención Americana sobre Derechos Humanos dado que las reglas y excepciones que restringen la competencia apelada de la Corte impiden que este recurso cubra de manera eficaz el contenido de esta garantía (confr. Fallos: 318:514).
Por este motivo —al que debe agregarse la creación de la Cámara Nacional de Casación como tribunal intermedio—, a partir del precedente indicado, se considera que en el estado actual de la legislación procesal penal de la Nación, los recursos ante la Cámara de Casación Penal constituyen la vía a la que todo condenado puede recurrir en virtud del derecho que consagran los arts. 8, inc. 2°, ap. h., de la Convención Americana sobre Derechos Humanos y 14, inc. 5°, del Pacto Internacional de Derechos Civiles y Políticos.
22) Que el Código Procesal Penal de la Nación siguió el modelo que se había iniciado en Córdoba medio siglo antes, y hasta 1994 era discutible el alcance del art. 456. No existía ningún obstáculo constitucional para interpretar que ese dispositivo legal mantenía el recurso de casación en forma tradicional u originaria. La cuestión dependía del alcance que se diese al derecho internacional en el orden jurídico interno. Pero desde 1994, el art. 8.2.h de la Convención Americana y el art. 14.5 del Pacto Internacional pasaron —sin duda alguna— a configurar un imperativo constitucional.
Es claro que un recurso que sólo habilitase la revisión de las cuestiones de derecho con el objetivo político único o preponderante de unificar la interpretación de la ley, violaría lo dispuesto en estos instrumentos internacionales con vigencia interna, o sea, que sería violatorio de la Constitución Nacional. Pero también es claro que en la letra del art. 456 del Código Procesal Penal de la Nación, nada impide otra interpretación. Lo único que decide una interpretación restrictiva del alcance del recurso de casación es la tradición legislativa e histórica de esta institución en su versión originaria. El texto en sí mismo admite tanto una interpretación restrictiva como otra amplia: la resistencia semántica del texto no se altera ni se excede por esta última. Y más aún: tampoco hoy puede afirmarse que la interpretación limitada originaria siga vigente en el mundo. La legislación, la doctrina y la jurisprudencia comparadas muestran en casi todos los países europeos una sana apertura del recurso de casación hasta abarcar materias que originariamente le eran por completo extrañas, incluso por rechazar la distinción entre cuestiones de hecho y de derecho, tan controvertida como difícil de sostener.
23) Que la "inobservancia de las normas que este Código establece bajo pena de inadmisibilidad, caducidad o nulidad" abarca la inobservancia de las normas que rigen respecto de las sentencias. El art. 404 establece que es nula la sentencia a la que faltare o fuere contradictoria su fundamentación. El art. 398 establece que las pruebas deben ser valoradas conforme a las reglas de la sana crítica. Una sentencia que no valorase las pruebas conforme a estas reglas o que las aplicase erróneamente carecería de fundamentación. Por ende, no existe razón legal ni obstáculo alguno en el texto mismo de la ley procesal para excluir de la materia de casación el análisis de la aplicación de las reglas de la sana crítica en la valoración de las pruebas en el caso concreto, o sea, para que el tribunal de casación revise la sentencia para establecer si se aplicaron estas reglas y si esta aplicación fue correcta.
Si se entendiese de este modo el texto del art. 456 del Código Procesal Penal de la Nación, sin forzar en nada su letra y sin apelar a una supuesta jurisprudencia progresiva, aun dentro del más puro método exegético y siguiendo nuestra tradición jurisprudencial de acompasamiento a los tiempos del legislador, resultaría que la interpretación restrictiva del alcance de la materia de casación, con la consiguiente exclusión de las llamadas cuestiones de hecho y prueba, no sólo resultaría contraria a la ley constitucional sino a la propia ley procesal. No puede imponerse una interpretación restrictiva, basada sólo en el nomen juris del recurso y asignándole la limitación que lo teñía en su versión napoleónica, pasando por sobre la letra expresa de la ley argentina y negando un requisito exigido también expresamente por la Constitución Nacional y por sobre la evolución que el propio recurso ha tenido en la legislación, doctrina y jurisprudencia comparadas.
24) Que nada impide que el art. 456 del Código Procesal Penal de la Nación sea leído en la forma en que exegéticamente se impone y que, por ende, esta lectura proporcione un resultado análogo al consagrado en la doctrina y jurisprudencia alemanas con la llamada teoría de la Leistungsfähigkeit, que sería el agotamiento de la capacidad de revisión. Leistung es el resultado de un esfuerzo y Fähigkeit es capacidad —la expresión se ha traducido también como capacidad de rendimiento—, con lo cual se quiere significar en esa doctrina que el tribunal de casación debe agotar el esfuerzo por revisar todo lo que pueda revisar, o sea, por agotar la revisión de lo revisable.
25) Que formulada esta teoría, se impone preguntar qué es lo no revisable. Conforme a lo expuesto, lo único no revisable es lo que surja directa y únicamente de la inmediación. Esto es así porque se imponen limitaciones de conocimiento en el plano de las posibilidades reales y —en el nivel jurídico— porque la propia Constitución no puede interpretarse en forma contradictoria, o sea, que el principio republicano de gobierno impide entender un dispositivo constitucional como cancelatorio de otro. En este caso son los textos de la Convención Americana y del Pacto Internacional que no pueden ser interpretados en forma contradictoria: en efecto, los arts. 8.5 de la Convención Americana y 14.1 del pacto exigen la publicidad del juicio, con lo cual están exigiendo la oralidad, que es inseparable condición de la anterior, y, por ende, no puede entenderse que los arts. 8.2.h. de la convención Americana y 14.5 del Pacto Interamericano impongan un requisito que la cancela. Por ende, debe interpretarse que los arts. 8.2.h de la Convención y 14.5 del Pacto exigen la revisión de todo aquello que no esté exclusivamente reservado a quienes hayan estado presentes como jueces en el juicio oral. Esto es lo único que los jueces de casación no pueden valorar, no sólo porque cancelaría el principio de publicidad, sino también porque directamente no lo conocen, o sea, que a su respecto rige un límite real de conocimiento. Se trata directamente de una limitación fáctica, impuesta por la naturaleza de las cosas, y que debe apreciarse en cada caso. De allí que se hable de la Leistung, del rendimiento del máximo de esfuerzo revisable que puedan llevar a cabo en cada caso.
26) Que se plantea como objeción, que esta revisión es incompatible con el juicio oral, por parte del sector doctrinario que magnifica lo que es puro producto de la inmediación. Si bien esto sólo puede establecerse en cada caso, lo cierto es que, en general, no es mucho lo que presenta la característica de conocimiento exclusivamente proveniente de la inmediación. Por regla, buena parte de la prueba se halla en la propia causa registrada por escrito, sea documental o pericial. La principal cuestión, generalmente, queda limitada a los testigos. De cualquier manera es controlable por actas lo que éstos deponen. Lo no controlable es la impresión personal que los testigos pueden causar en el tribunal, pero de la cual el tribunal debe dar cuenta circunstanciada si pretende que se la tenga como elemento fundante válido, pues a este respecto también el tribunal de casación puede revisar criterios; no sería admisible, por ejemplo, que el tribunal se basase en una mejor o peor impresión que le cause un testigo por mero prejuicio discriminatorio respecto de su condición social, de su vestimenta, etc.
En modo alguno existe una incompatibilidad entre el juicio oral y la revisión amplia en casación. Ambos son compatibles en la medida en que no se quiera magnificar el producto de la inmediación, es decir, en la medida en que se realiza el máximo de esfuerzo revisor, o sea, en que se agote la revisión de lo que de hecho sea posible revisar. Rige a su respecto un principio general del derecho: la exigibilidad tiene por límite la posibilidad o, dicho de manera más clásica, impossibilium nulla obbligatio est. No se les exige a los jueces de casación que revisen lo que no pueden conocer, sino que revisen todo lo que puedan conocer, o sea, que su esfuerzo de revisión agote su capacidad revisora en el caso concreto.
27) Que con el texto del art. 456 entendido exegéticamente y en armonía con los arts. 8.2.h de la Convención Americana y 14.5 del Pacto Internacional, resulta aplicable en nuestro derecho la teoría que en la doctrina alemana se conoce como del agotamiento de la capacidad de revisión o de la capacidad de rendimiento (Leistungsfähigkeit), y con ello se abandona definitivamente la limitación del recurso de casación a las llamadas cuestiones de derecho.
Al respecto cabe también acotar que la distinción entre cuestiones de hecho y de derecho siempre ha sido problemática y en definitiva, si bien parece clara en principio, enfrentada a los casos reales es poco menos que inoperante, como se ha demostrado largamente en la vieja clasificación del error en el campo del derecho sustantivo. Ello obedece, en el ámbito procesal, no sólo a que una falsa valoración de los hechos lleva a una incorrecta aplicación del derecho, sino a que la misma valoración errónea de los hechos depende de que no se hayan aplicado o se hayan aplicado incorrectamente las reglas jurídicas que se imponen a los jueces para formular esa valoración. O sea, que en cualquier caso puede convertirse una cuestión de hecho en una de derecho y, viceversa, la inobservancia de una regla procesal —como puede ser el beneficio de la duda— puede considerarse como una cuestión de hecho. Por consiguiente, esta indefinición se traduce, en la práctica, en que el tribunal de casación, apelando a la vieja regla de que no conoce cuestiones de hecho, quedaría facultado para conocer lo que considere cuestión de derecho, o de no conocer lo que considere cuestión de hecho. Semejante arbitrariedad contraria abiertamente al bloque constitucional, pues no responde al principio republicano de gobierno ni mucho menos satisface el requisito de la posibilidad de doble defensa o revisabilidad de la sentencia de los arts. 8.2.h de la Convención Americana y 14.5 del Pacto Internacional.
En este orden de ideas, se ha sostenido que "la estricta exigencia de rigurosa distinción entre cuestiones de hecho y de derecho a los fines del recurso de casación ignora, por un lado, la extrema dificultad que, como regla, ofrece esa distinción, en particular cuando la objeción se centra en el juicio de subsunción, esto es, en la determinación de la relación específica trazada entre la norma y el caso particular" (confr., en general, Piero Calamandrei, "La Casación Civil", trad. de Santiago Sentís Melendo, Buenos Aires, 1945, t. II, págs. 294 y sgtes.). Por otra parte, también pasa por alto el hecho de que, en la mayor parte de los casos, la propia descripción de los presupuestos fácticos del fallo está condicionada ya por el juicio normativo que postula (conf. Luigi Ferrajoli, "Derecho y Razón. Teoría del garantismo penal", trad. de P. Andrés Ibáñez y otros, Madrid, Trotta, 1995, págs. 54 y sgtes.)" (Fallos: 321:494, voto de los jueces Petracchi y Fayt).
28) Que resulta ilustrativo a los fines expositivos, destacar que este concepto de diferenciación entre cuestiones de derecho y hecho, vicios in iudicando y vicios in procedendo, vicios de la actividad y vicios del juicio, o cualquier otra clasificación diferencial sobre las materias atendibles, ha deformado la práctica recursiva ante Casación Nacional.
Los recurrentes en general, advertidos de la política restrictiva en la admisión de recursos, intentan centrar los agravios que desarrollan bajo la formula del inc. 1° del art. 456 del Código Procesal Penal de la Nación, es decir bajo el supuesto de inobservancia o errónea aplicación de la ley sustantiva, en casos en los cuales se discuten problemas de subsunción. La verdad, es que gran parte de esos planteos introducen y a su vez versan sobre problemas vinculados con los hechos, con las pruebas y la valoración que se haga de estas, sea para demostrar la existencia o inexistencia de algún elemento del tipo objetivo, del dolo o de elementos subjetivos distintos del dolo que conforman el tipo penal.
Como ya fuera señalado, es difícil, cuando no imposible, realizar esta separación entre cuestiones de hecho y de derecho y, además, es sabido que los defensores, conociendo la renuencia jurisprundencial a discutir agravios vinculados con el hecho o con la prueba y su valoración en el ámbito casacional, tiendan a forzar el alcance del inc. 1° del art. 456 del Código Procesal Penal de la Nación. Sin embargo, ubicando el problema en sus correctos términos, estas cuestiones suponen como base interpretativa la conjunción de ambos incisos del artículo citado, con lo cual no puede realizarse una separación tajante de la materia a revisar. En virtud de ello, para cumplir con una verdadera revisión, no debe atenderse a una distinción meramente formal en el nomen juris de las cuestiones expresadas en los agravios, como así tampoco de los incisos del art. 456 invocados para la procedencia del recurso. Por el contrario, se deben contemplar y analizar los motivos de manera complementaria, con independencia de su clasificación.
29) Que en función de lo enunciado y, debido a la inteligencia que corresponde asignar al art. 456 del Código Procesal Penal de la Nación por imperio de su propia letra y de la Constitución Nacional (arts. 8.2.h de la Convención Americana y 14.5 del Pacto Internacional en función del art. 75, inc. 22, de la Constitución Nacional), resulta claro que no pueden aplicarse al recurso de casación los criterios que esta Corte establece en materia de arbitrariedad, pues más allá de la relatividad de la clasificación de los recursos en ordinarios y extraordinarios —que en definitiva no tiene mayor relevancia—, es claro que, satisfecho el requisito de la revisión por un tribunal de instancia superior mediante el recurso de casación entendido en sentido amplio, esta Corte se reserva sólo la función de corregir los casos en que resulte una arbitrariedad intolerable al principio republicano de gobierno. En general, podría sintetizarse la diferencia afirmando que, en materia de prueba, la casación debe entender en todos los casos valorando tanto si se ha aplicado la sana crítica, como si sus principios se aplicaron correctamente, en tanto que incumbe a esta Corte entender sólo en los casos excepcionales en que directamente no se haya aplicado la sana crítica. No es la Convención Americana la que exige el recurso del que conoce esta Corte, sino la propia Constitución Nacional. Desde la perspectiva internacional, el conocimiento de la arbitrariedad por parte de esta Corte es una garantía supletoria que refuerza la garantía de revisión, más allá de la exigencia del propio texto de la convención.
30) Que para aclarar en líneas generales el contenido de la materia de casación propio de los tribunales nacionales y provinciales competentes, en la extensión exigida por la Constitución Nacional (garantía de revisión), y diferenciarlo adecuadamente de la materia de arbitrariedad reservada a esta Corte, como complementaria de la anterior exigencia pero no requerida expresamente por el derecho internacional incorporado a la Constitución, es menester reflexionar sobre la regla de la sana crítica.
La doctrina en general rechaza en la actualidad la pretensión de que pueda ser válida ante el derecho internacional de los Derechos Humanos una sentencia que se funde en la llamada libre o íntima convicción, en la medida en que por tal se entienda un juicio subjetivo de valor que no se fundamente racionalmente y respecto del cual no se pueda seguir (y consiguientemente criticar) el curso de razonamiento que lleva a la conclusión de que un hecho se ha producido o no o se ha desarrollado de una u otra manera. Por consiguiente, se exige como requisito de la racionalidad de la sentencia, para que ésta se halle fundada, que sea reconocible el razonamiento del juez. Por ello se le impone que proceda conforme a la sana crítica, que no es más que la aplicación de un método racional en la reconstrucción de un hecho pasado.
31) Que aunque a esta tarea no se la desarrolle siguiendo expresamente cada paso metodológico, el método para la reconstrucción de un hecho del pasado no puede ser otro que el que emplea la ciencia que se especializa en esa materia, o sea, la historia. Poco importa que los hechos del proceso penal no tengan carácter histórico desde el punto de vista de este saber, consideración que no deja de ser una elección un tanto libre de los cultores de este campo del conocimiento. En cualquier caso se trata de la indagación acerca de un hecho del pasado y el método —camino— para ello es análogo. Los metodólogos de la historia suelen dividir este camino en los siguientes cuatro pasos o capítulos que deben ser cumplidos por el investigador: la heurística, la crítica externa, la crítica interna y la síntesis. Tomando como ejemplar en esta materia el manual quizá más tradicional, que sería la Introducción al Estudio de la Historia, del profesor austríaco Wilhelm Bauer (la obra es de 1921, traducida y publicada en castellano en Barcelona en 1957), vemos que por heurística entiende el conocimiento general de las fuentes, o sea, qué fuentes son admisibles para probar el hecho. Por crítica externa comprende lo referente a la autenticidad misma de las fuentes. La crítica interna la refiere a su credibilidad, o sea, a determinar si son creíbles sus contenidos. Por último, la síntesis es la conclusión de los pasos anteriores, o sea, si se verifica o no la hipótesis respecto del hecho pasado.
Es bastante claro el paralelo con la tarea que incumbe al juez en el proceso penal: hay pruebas admisibles e inadmisibles, conducentes e inconducentes, etc., y está obligado a tomar en cuenta todas las pruebas admisibles y conducentes y aun a proveer al acusado de la posibilidad de que aporte más pruebas que reúnan esas condiciones e incluso a proveerlas de oficio en su favor. La heurística procesal penal está minuciosamente reglada. A la crítica externa está obligado no sólo por las reglas del método, sino incluso porque las conclusiones acerca de la inautenticidad con frecuencia configuran conductas típicas penalmente conminadas. La crítica interna se impone para alcanzar la síntesis, la comparación entre las diferentes pruebas, la evaluación de las condiciones de cada proveedor de prueba respecto de su posibilidad de conocer, su interés en la causa, su compromiso con el acusado o el ofendido, etc. La síntesis ofrece al historiador un campo más amplio que al juez, porque el primero puede admitir diversas hipótesis, o sea, que la asignación de valor a una u otra puede en ocasiones ser opinable o poco asertiva. En el caso del juez penal, cuando se producen estas situaciones, debe aplicar a las conclusiones o síntesis el beneficio de la duda. El juez penal, por ende, en función de la regla de la sana crítica funcionando en armonía con otros dispositivos del propio código procesal y de las garantías procesales y penales establecidas en la Constitución, dispone de menor libertad para la aplicación del método histórico en la reconstrucción del hecho pasado, pero no por ello deja de aplicar ese método, sino que lo hace condicionado por la precisión de las reglas impuesta normativamente.
32) Que conforme a lo señalado, la regla de la sana crítica se viola cuando directamente el juez no la aplica en la fundamentación de la sentencia. Puede decirse que en este caso, la sentencia carece de fundamento y, por ende, esta es una grosera violación a la regla que debe ser valorada indefectiblemente tanto por el tribunal de casación como por esta Corte. Cuando no puede reconocerse en la sentencia la aplicación del método histórico en la forma en que lo condicionan la Constitución y la ley procesal, corresponde entender que la sentencia no tiene fundamento. En el fondo, hay un acto arbitrario de poder.
No obstante, puede suceder que el método histórico se aplique, pero que se lo haga defectuosamente, que no se hayan incorporado todas las pruebas conducentes y procedentes; que la crítica externa no haya sido suficiente; que la crítica interna —sobre todo— haya sido contradictoria, o que en la síntesis no se haya aplicado adecuadamente el beneficio de la duda o que sus conclusiones resulten contradictorias con las etapas anteriores. La valoración de la sentencia en cuanto a estas circunstancias es tarea propia de la casación y, en principio, no incumbe a la arbitrariedad de que entiende esta Corte. Sólo cuando las contradicciones en la aplicación del método histórico o en las reglas que lo limitan en el ámbito jurídico sean de tal magnitud que hagan prácticamente irreconocible la aplicación misma del método histórico, como cuando indudablemente desconozcan restricciones impuestas por la Constitución, configuran la arbitrariedad que autoriza el ejercicio de la jurisdicción extraordinaria por esta Corte.
33) Que la interpretación del art. 456 del Código Procesal Penal de la Nación conforme a la teoría del máximo de rendimiento, o sea, exigiendo que el tribunal competente en materia de casación agote su capacidad revisora conforme a las posibilidades y particularidades de casa caso, revisando todo lo que le sea posible revisar, archivando la impracticable distinción entre cuestiones de hecho y de derecho, constituyéndolo en custodio de la correcta aplicación racional del método de reconstrucción histórica en el caso concreto, tiene por resultado un entendimiento de la ley procesal penal vigente acorde con las exigencias de la Constitución Nacional y que, por otra parte, es la que impone la jurisprudencia internacional.
Es esta la interpretación que cabe asignar a la conocida opinión de la Comisión Interamericana de Derechos Humanos, en la que se indica que "el recurso de casación satisface los requerimientos de la Convención en tanto no se regule, interprete o aplique con rigor formalista, sino que permita con relativa sencillez al tribunal de casación examinar la validez de la sentencia recurrida en general, así como el respeto debido a los derechos fundamentales del imputado" (informe 24/92 "Costa Rica", Derecho a revisión del fallo penal, casos 9.328, 9.329, 9.884, 10.131, 10.193, 10.230, 10.429, 10.469, del 2 de octubre de 1992).
34) Que como se ha visto, no es sólo el art. 8.2.h de la Convención Americana el que impone la garantía de revisión. El art. 14.5 del Pacto Internacional de Derechos Civiles y Políticos dispone: Toda persona declarada culpable de un delito tendrá derecho a que el fallo condenatorio y la pena que se le haya impuesto sean sometidos a un tribunal superior, conforme a lo prescrito por la ley. Ni el Pacto Internacional de Derechos Civiles y Políticos (art. 14.5) ni la Convención Americana sobre Derechos Humanos (art. 8.2.h) exigen que la sentencia contenga otras violaciones a derechos humanos, sino que en cualquier caso exigen la posibilidad de revisión amplia por medio de un recurso que se supone debe ser eficaz. Cabe recordar a nuestro respecto el caso número 11.086, informe 17/94 de la Comisión Interamericana, conocido como caso Maqueda. En la especie, con toda razón, la comisión consideró insuficiente la única posibilidad de revisión a través del recurso extraordinario ante esta Corte, dada la limitación y formalidad del recurso, lo que llevó a que el Poder Ejecutivo conmutase la pena del condenado y la comisión desistiese de la acción, por lo cual ésta no llegó a conocimiento de la Corte Interamericana. El Comité de Derechos Humanos de la Organización de las Naciones Unidas se pronunció el 20 de julio de 2000 en la comunicación 701/96 declarando que el recurso de casación español, por estar limitado a las cuestiones legales y de forma, no cumplía con el requisito del art. 14.5 del Pacto Internacional de Derechos Civiles y Políticos. Análogo criterio sostuvo el comité en el caso M. Sineiro Fernández c/ España (1007/2001), con dictamen del 7 de agosto de 2003. La Comisión Interamericana de Derechos Humanos parecía sostener que el recurso de casación legislado en los códigos de la región satisfacía el requisito del art. 8.2.h de la Convención Americana o, al menos, no se había pronunciado abiertamente en otro sentido. La Corte Interamericana de Derechos Humanos despejó toda duda también en el sistema regional, con su sentencia del 2 de julio de 2004 que, en consonancia con lo sostenido en los dictámenes del Comité de Naciones Unidas contra España, consideró que el recurso de casación previsto en la ley procesal de Costa Rica —cuyo código es análogo al nuestro en la materia—, por lo menos en la forma limitada en que operó en el caso que examinó la Corte, no satisfizo el requisito del art. 8.2.h de la Convención Americana. Con cita expresa del Comité de Naciones Unidas contra España, la Corte Interamericana declaró en el caso "Herrera Ulloa v. Costa Rica", ya citado: "La posibilidad de recurrir el fallo debe ser accesible, sin requerir mayores complejidades que tornen ilusorio este derecho" (párrafo 164). Y añadía: "Independientemente de la denominación que se le dé al recurso existente para recurrir un fallo, lo importante es que dicho recurso garantice un examen integral de la decisión recurrida" (párrafo 165).
35) Que en síntesis, cabe entender que el art. 456 del Código Procesal Penal de la Nación debe entenderse en el sentido de que habilita a una revisión amplia de la sentencia, todo lo extensa que sea posible al máximo esfuerzo de revisión de los jueces de casación, conforme a las posibilidades y constancias de cada caso particular y sin magnificar las cuestiones reservadas a la inmediación, sólo inevitables por imperio de la oralidad conforme a la naturaleza de las cosas.
Dicho entendimiento se impone como resultado de (a) un análisis exegético del mencionado dispositivo, que en modo alguno limita ni impone la reducción del recurso casatorio a cuestiones de derecho, (b) la imposibilidad práctica de distinguir entre cuestiones de hecho y de derecho, que no pasa de configurar un ámbito de arbitrariedad selectiva; (c) que la interpretación limitada o amplia de la materia del recurso debe decidirse en favor de la segunda, por ser ésta la única compatible con lo dispuesto por la Constitución Nacional (inc. 22, del art. 75, arts. 14.5 del Pacto Internacional de Derechos Civiles y Políticos y 8.2.h de la Convención Americana sobre Derechos Humanos); (d) ser también la única compatible con el criterio sentado en los dictámenes del Comité de Derechos Humanos de la Organización de las Naciones Unidas y en sentencia de la Corte Interamericana de Derechos Humanos.
36) Que en el caso que nos ocupa, el tribunal a quo rechazó el recurso de casación, al considerar que la defensa intenta ingresar en temas de valoración de la prueba para determinar el juicio de subsunción en la figura de la emoción violenta, como así también en el procedimiento de individualización en concreto de la pena, materia que es propia de los tribunales de juicio, y en principio ajena al ámbito casacional, excepto en supuestos de extrema arbitrariedad.
Estos argumentos, a todas las luces demuestran, que la interpretación del art. 456 del Código Procesal Penal de la Nación efectuada por el tribunal inferior en grado restringe el alcance del recurso de casación, en tanto no se avocó a tratar las cuestiones planteadas por la parte, esto es, a determinar la validez de la construcción de la sentencia del tribunal oral y sus fundamentos. En este sentido, puede decirse que no existía obstáculo alguno para que la Casación tratara los agravios expuestos por el recurrente, ya que la inmediación no impedía examinar el razonamiento lógico expresado en la sentencia y el procedimiento de valoración probatoria, tanto para desechar la posibilidad de aplicación de la emoción violenta y del in dubio pro reo, como así tampoco impedía revisar la fundamentación realizada al determinarse la clase y cuantía de pena a imponer en el caso.
Por ende, la interpretación del alcance de la materia revisable por vía del recurso de casación efectuada en la sentencia impugnada, no sólo se contrapone con las garantías internacionales mencionadas, sino que tampoco condice con el texto del art. 456 del Código Procesal Penal de la Nación, que en forma alguna veda su discusión en el ámbito casacional.
37) Que en consecuencia, el fallo recurrido no sólo no se compadece con lo aquí enunciado, sino que, además resulta arbitrario por carecer de fundamentación y, en tales condiciones ha de acogerse favorablemente el recurso sin que ello importe abrir juicio sobre el fondo del asunto.
Por ello, y lo concordemente dictaminado por el señor Procurador General, se hace lugar a la queja, se declara procedente el recurso extraordinario y se deja sin efecto la resolución recurrida con el alcance que resulta de la presente. Vuelvan los autos al tribunal de origen para que por quien corresponda se dicte el nuevo fallo, acumúlese la queja al principal. Hágase saber y remítase. ENRIQUE SANTIAGO PETRACCHI (según su voto)- ELENA I. HIGHTON de NOLASCO (según su voto)- CARLOS S. FAYT (según su voto)- JUAN CARLOS MAQUEDA - E. RAUL ZAFFARONI - RICARDO LUIS LORENZETTI (según su voto)- CARMEN M. ARGIBAY (según su voto).
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VOTO DEL SEÑOR PRESIDENTE DOCTOR DON ENRIQUE SANTIAGO PETRACCHI
Considerando:
1°) Que el Tribunal Oral en lo Criminal N° 12 de esta ciudad, condenó a Ernesto Martínez Areco a la pena de dieciocho años de prisión, accesorias legales y costas, como autor penalmente responsable del delito de homicidio simple en concurso ideal con aborto por violencia sobre la mujer embarazada (arts. 79, 87 y 54 del Código Penal, respectivamente).
La decisión fue impugnada por la defensa mediante recurso de casación -en los términos del art. 456, inc. 2°, del Código Procesal Penal de la Nación-, en el que sostiene que el fallo contiene vicios de fundamentación que traen aparejada su invalidez, puesto que se trataría de una sentencia arbitraria.
Este recurso fue denegado por el tribunal oral, motivo por el cual se presentó el recurso de queja por casación denegada, que la Sala IV de la cámara respectiva rechazó.
Finalmente, contra dicha resolución se dedujo recurso extraordinario, cuya denegación motivó la presente queja.
2°) Que en lo que aquí interesa, surge de las constancias de la causa, que el tribunal oral tuvo por acreditado que el procesado, "el día 1 de enero de 2002, siendo las 12:00 hs., le quitó la vida a su concubina Adriana del Carmen Bustos, quien se encontraba transitando un avanzado embarazo, para lo cual le produjo varias heridas con un arma blanca, en su cuello y miembro inferior izquierdo, en el interior de la Villa 15 de esta ciudad, frente a la casa nro. 216 de la manzana 28. Como consecuencia de ello, a las 12.25 de ese mismo día, se practicó una cesárea a la víctima en el hospital Santojani, falleciendo la niña que llevaba en su vientre a las 22.00 hs., por asfixia perinatal, cuadro provocado justamente por la hemorragia padecida por su madre debido a las heridas de arma blanca antes mencionadas. Dicha criatura era hija del imputado" (confr. fs. 414/414 vta.).
3°) Que en el recurso de casación, la defensa solicitó que se declarara la nulidad de la sentencia condenatoria, en virtud de su falta de fundamentación en cuanto hace a la valoración de la prueba, ya que no se habían contestado los planteos efectuados sobre la procedencia de aplicación al caso de la figura de emoción violenta, planteo éste que habría sido soslayado en la sentencia, sin merecer un tratamiento adecuado, y descartando la aplicación del principio de in dubio pro reo, sin motivar esta decisión. Por otro lado, también solicitó la nulidad de la sentencia en orden a la defectuosa fundamentación en la individualización concreta de la pena.
El tribunal oral, a su turno, no hizo lugar al recurso de casación argumentando que los dos agravios esbozados por la defensa "bajo el ropaje de una supuesta -y no demostrada‑ arbitrariedad de sentencia, la defensa pretende introducir una valoración propia de las pruebas del debate que resulta absolutamente ajena a la materia del recurso casatorio. Es por ello, dada la naturaleza extraordinaria restringida y formal de la impugnación casacional, que este Tribunal, considera que las cuestiones planteadas por la defensa no resultan ser materia revisable por la Excma. Cámara Nacional de Casación Penal, tal como lo ha resuelto reiteradamente el Superior en innumerables fallos...", citando posteriormente numerosos precedentes de la Cámara Nacional de Casación Penal que confirmarían su proceder.
Esta denegación del recurso casatorio, efectuada por el tribunal oral, originó que la defensa presentara la queja correspondiente ante el a quo.
4°) Que la Sala IV de la Cámara Nacional de Casación Penal, al rechazar la presentación de la defensa, expresó que ésta no había logrado demostrar la tacha de arbitrariedad alegada, coincidiendo con las razones expuestas por el tribunal oral en el auto denegatorio del recurso de casación.
Agregó que "...de la lectura del recurso de casación de la Defensa surge que lo allí planteado se desarrolla dentro del marco de las divergencias con la valoración de la prueba efectuada por el sentenciante, sin hacerse cargo de la concatenación lógica realizada en la sentencia entre cada uno de los elementos evaluados, los que por el contrario, la parte, ataca de manera fragmentada y aislada, para arribar a una conclusión diversa".
5°) Que tanto en la presentación federal como en la queja originada a raíz de su rechazo, el recurrente manifestó que la decisión apelada, resultaba violatoria de los principios de debido proceso y de defensa en juicio, puesto que se había vulnerado el derecho a recurrir el fallo condenatorio ante un tribunal superior que consagran los arts. 8.2.h de la Convención Americana sobre Derechos Humanos y, 14.5 del Pacto Internacional de Derechos Civiles y Políticos.
La defensa fundamentó estos agravios en la consideración de que el recurso de casación había sido presentado con el objeto de que el tribunal revisara el razonamiento lógico utilizado en la sentencia condenatoria impugnada, con relación a las reglas que deben regir el procedimiento de valoración de los hechos y las pruebas incorporadas al debate, y en su caso estableciera si existieron o no arbitrariedades en el mismo, conforme a los agravios desarrollados.
Sin embargo, plantea la defensa, que el a quo rechazó sin más su presentación, recurriendo para ello al empleo de fórmulas dogmáticas y a un rigorismo formal excesivo, omitiendo evaluar la sentencia impugnada y los planteos efectuados por su parte, pese a que su tratamiento se imponía.
Agregó que este proceder, no sólo vulneró los principios del debido proceso y de la defensa en juicio -contenidos en el art. 18 de la Constitución Nacional-, sino que también privó al recurrente del derecho de revisión integral de la sentencia por un tribunal superior, conforme lo interpretan distintas resoluciones de la Comisión Interamericana sobre Derechos Humanos y calificada doctrina.
6°) Que en tales condiciones resultan aplicables al caso las consideraciones vertidas en la causa C.1757.XL. "Casal, Matías Eugenio y otro s/ robo simple en grado de tentativa —causa N° 1681—", (voto de los jueces Petracchi, Zaffaroni, Maqueda y Lorenzetti), resuelta el 20 de septiembre de 2005, a las que, por razones de brevedad, corresponde remitir en lo pertinente.
Por ello, y lo concordemente dictaminado por el señor Procurador General, se hace lugar a la queja, se declara procedente el recurso extraordinario y se deja sin efecto la resolución recurrida con el alcance que resulta de la presente. Vuelvan los autos al tribunal de origen para que por quien corresponda se dicte el nuevo fallo, acumúlese la queja al principal. Hágase saber y remítase. ENRIQUE SANTIAGO PETRACCHI.ES COPIA

VOTO DE LA SEÑORA VICEPRESIDENTA DOCTORA DOÑA ELENA I. HIGHTON de NOLASCO Considerando: Que en el caso resulta aplicable, en lo pertinente, lo resuelto por el Tribunal en el expediente C.1757.XL. "Casal, Matías Eugenio y otro s/ robo simple en grado de tentativa —causa N° 1681—" (voto de la jueza Highton de Nolasco) a cuyos fundamentos y conclusiones corresponde remitirse en razón de brevedad. Por ello, y en concordancia con lo dictaminado por el señor Procurador General, se hace lugar a la queja, se declara procedente el recurso extraordinario y se deja sin efecto la sentencia apelada. Vuelvan los autos al tribunal de origen con el fin de que, por quien corresponda, se dicte un nuevo pronunciamiento con arreglo al presente. Acumúlese la queja al principal. Notifíquese y remítase. ELENA I. HIGHTON de NOLASCO.ES COPIA

VOTO DEL SEÑOR MINISTRO DOCTOR DON CARLOS S. FAYT
Considerando: Que al caso resulta aplicable, en lo pertinente, lo resuelto el 20 de septiembre de 2005 por el Tribunal en la causa C.1757.XL. "Casal, Matías Eugenio y otro s/ robo simple en grado de tentativa -causa N° 1681-" (voto del juez Fayt), a cuyos fundamentos y conclusiones corresponde remitir en razón de brevedad. Por ello, y concordemente con lo dictaminado por el señor Procurador General, se hace lugar a la queja, se declara procedente el recurso extraordinario y se deja sin efecto la sentencia recurrida. Vuelvan los autos al tribunal de origen a fin de que, por quien corresponda, se dicte un nuevo pronunciamiento con arreglo al presente. Acumúlese la queja al principal. Hágase saber y devuélvase. CARLOS S. FAYT.ES COPIA

VOTO DEL SEÑOR MINISTRO DOCTOR DON RICARDO LUIS LORENZETTIConsiderando: Que en el caso resulta aplicable lo resuelto en el expediente C.1757.XL "Casal, Matías Eugenio y otro s/ robo simple en grado de tentativa —causa N° 1681-" (voto de los jueces Petracchi, Maqueda, Zaffaroni y Lorenzetti), resuelto el 20 de septiembre de 2005. A sus fundamentos y conclusiones se remite, en lo que sea pertinente. Por ello, y concordemente con lo dictaminado por el señor Procurador General, se hace lugar a la queja, se declara procedente el recurso extraordinario y se deja sin efecto la sentencia recurrida. Vuelvan los autos al tribunal de origen para que se dicte, por quien corresponda, un nuevo fallo con arreglo a la presente. Acumúlese la queja al principal. Notifíquese y remítase. RICARDO LUIS LORENZETTI.ES COPIA
VOTO DE LA SEÑORA MINISTRA DOCTORA DOÑA CARMEN M. ARGIBAY Las cuestiones debatidas en el presente caso han recibido adecuado tratamiento por parte de la suscripta al emitir voto en el expediente C.1757.XL "Casal, Matías Eugenio y otro s/ robo simple en grado de tentativa -causa N° 1681-", resuelto el 20 de septiembre de 2005, a cuyos fundamentos me remito. Por ello, y lo concordemente con lo dictaminado por el señor Procurador General, se hace lugar a la queja, se declara procedente el recurso extraordinario y se deja sin efecto la resolución recurrida con el alcance que resulta de la presente. Vuelvan los autos al tribunal de origen para que por quien corresponda se dicte el nuevo fallo, acumúlese la queja al principal. Hágase saber y remítase. CARMEN M. ARGIBAY.ES COPIA

Recurso de hecho interpuesto por Ernesto Martínez Areco, representado por la Dra. Stella Maris Martínez defensora oficial ante la Corte Suprema de Justicia de la NaciónTribunal de origen: Cámara Nacional de Casación Penal, Sala IVTribunales que intervinieron con anterioridad: Tribunal Oral en lo Criminal N° 12

Martellos, Gino A.

Voces: CLAUSULA PROGRAMATICA ~ CONSTITUCION NACIONAL ~ JUICIO POR JURADOS
Tribunal: Cámara Nacional de Apelaciones en lo Penal Económico, sala II(CNPenalEconomico)(SalaII)
Fecha: 30/04/1991
Partes: Martellos, Gino A.
Publicado en: LA LEY 1991-E, 216, con nota de Francisco J. D'Albora - DJ 1991-2, 989

SUMARIOS:
1. - La Constitución Nacional no ha fijado plazo para que el Poder Legislativo regule el juicio por jurados a que alude en sus arts. 24, 67, incs. 11 y 102, que dejó a criterio de los legisladores la determinación de la época en que debe ser establecido ese instituto.
2. - Los arts. 24, 67 inc. 11 y 102 de la Constitución Nacional no han impuesto al Congreso el deber de proceder inmediatamente al establecimiento del juicio por jurados, ni surge del primero de ellos en término perentorio.
3. - Las cláusulas de la Constitución Nacional que aluden al juicio por jurados son de carácter programático, es decir que requieren de la implementación por el legislador y no pueden aplicarse autónomamente, pero ello no significa que no sean imperativas o que el Congreso pueda decidir discrecionalmente proceder o no a su instrumentación. (Del voto en disidencia del doctor Hendler).

TEXTO COMPLETO:
2ª Instancia. -- Buenos Aires, abril 30 de 1991.

El doctor Hendler dijo:

El a quo se ha hecho cargo, en su resolución, de las normas constitucionales en virtud de las cuales el defensor apelante cuestiona su jurisdicción para entender en el caso. El art. 24, incluido entre las declaraciones, derechos y garantías, que indica que el Congreso establecerá el juicio por jurados, el 67, inc. 11 referido a las atribuciones del Poder Legislativo, que confiere la atribución específica de dictar las leyes que requiera el establecimiento del juicio por jurados y el 102, sobre atribuciones del Poder Judicial, que dispone que todos los juicios criminales ordinarios se terminarán por jurados. Ha concluido, sin embargo, que no asiste razón al incidentista considerando que esas normas están supeditadas al prudencial criterio del Congreso sobre la conveniencia y oportunidad de legislar en la materia.

El apelante sostiene, por el contrario, que la omisión del legislador es, en sí misma, violatoria del mandato constitucional y que las referencias hechas en tales normas a que el aludido modo de enjuiciamiento regirá luego de dictada la legislación pertinente, no pueden llegar al extremo de quitarles obligatoriedad.

Estimo que le asiste razón en el cuestionamiento. Las cláusulas de la Constitución Nacional que aluden al juicio por jurados son de carácter programático, vale decir que requieren de implementación por el legislador y no puedan aplicarse autónomamente. Pero eso no quiere decir que no sean obligatorias e imperativas o que el Congreso pueda decidir discrecionalmente proceder o no a su instrumentación.

Lo que se ha sostenido en los fallos de la Corte Suprema de la Nación invocados por el a quo, es que la obligación impuesta por la Constitución al Poder Legislativo no era de cumplimiento inmediato. Pero esto lo dijo el alto tribunal en 1911 (caso de Fallos: 115:92), reiterándolo en 1932 (Fallos: 165:258) y, por última vez, en 1947 (Fallos: 208:21 y 225 --La Ley, 47-3; 48-159--). Debe concederse, entonces, que resulta atendible el replanteo de la cuestión cuando han transcurrido más de cuarenta años de este último pronunciamiento y 138 de sancionada la norma incumplida así como que el fundamento del carácter no inmediato del deber legislativo carece, en la actualidad, de todo sustento.

Es cierto que en casos semejantes al ahora en consideración, en los que igualmente se trataba de acusaciones por el delito del art. 302 del Cód. Penal, he sostenido que no cabía ejercitar el derecho a ser juzgado por jurados por tratarse de un delito de menor cuantía (conf. mis votos en fallos de sala II del 2/6/89 ,"Demarco", reg. 118/89 y 22/9/88, "Fainstein", reg. 221/88). Esa restricción se encuentra consagrada en la jurisprudencia de la Corte Suprema de los Estados Unidos ("Duncan v. Lousiana", 391 U. S. 145), válida fuente de interpretación de la Constitución Nacional por su inspiración en la de dicho país.

Pero también señalé, en uno de esos casos, que el criterio para ponderar la gravedad del delito que condiciona el ejercicio del derecho estaba basado, entre otras cosas, en la circunstancia de resultar excepcional la imposición de penas privativas de libertad de efectivo cumplimiento en casos de condena por el art. 302 del Cód. Penal. Y en el caso ahora suscitado ocurre, precisamente, que la acusación deducida requiere la imposición efectiva de un año de prisión fundado en que el acusado registra una condena anterior y en lo previsto en el art. 26 del Cód. Penal.

Es indudable que el criterio limitativo de que se trata está referido, fundamentalmente, a la pauta objetiva de la gravedad del delito deducida de la pena con que este último se encuentra conminado en la ley. Pero no puede dejarse de lado que el gravamen concreto que, en casos particulares, deba afrontar una persona, tiene que tener incidencia en el ejercicio de un derecho de tan honda significación como el de que aquí se trata.

Precisamente, también en la jurisprudencia de la Corte Suprema de los Estados Unidos, existen precedentes indicativos en ese aspecto. En primer lugar al haberse establecido como límite de la menor cuantía el de delitos cuya pena no supere los seis meses de prisión ("Baldwin v. New York", 399 U. S. 66). Y, sobre todo, en lo que concierne al caso sub lite, al señalarse que el criterio de tomar en cuenta la pauta objetiva de la penalidad conminada en abstracto no quita la ponderación de la concreta pretensión acusatoria en ciertas situaciones. Así, en el caso "Frank v. United States" (395 U. S. 147) en el que se ratificó el mencionado criterio delimitativo de los seis meses de prisión se desestimó la pretensión de ser juzgado por jurados pese a estar en cuestión una condena de tres años de prisión en suspenso, con el fundamento de que estaba admitido por la acusación que, en caso de revocarse la suspensión de cumplimiento, no se impondría más de seis meses de efectiva privación de libertad.

Con ese mismo criterio, por ende, en el caso de Martellos, quien se enfrenta a una privación de libertad efectiva de un año, debe considerarse que el derecho que la Constitución acuerda a ser juzgado por jurados no puede serle denegado.

Las disposiciones del art. 25 del Cód. de Proced. en Materia Penal, que fija la extensión de la jurisdicción criminal ordinaria de los tribunales de la Capital, y del dec.-ley 4933/63, que hace competentes a los jueces en lo penal económico para conocer en las causas por el delito que se acusa a Gino A. Martellos, deben considerarse inconstitucionales en su aplicación al caso por transgredir el art. 102 de la Constitución Nacional.

En consecuencia, corresponde revocar la resolución traída en apelación y hacer lugar a la excepción opuesta. Sin costas. Para dar cumplimiento a lo previsto en el art. 453 "in fine" del Cód. de Proced. en Materia Penal, en cuanto ordena remitir el proceso al juez competente, deberá cursarse una rogatoria a la Excma. Corte Suprema de Justicia de la Nación para que dirija comunicación a las autoridades del Poder Legislativo a fin de que sirvan sancionar las leyes necesarias al establecimiento del juicio por jurados debiendo, en el ínterin, y hasta tanto esto ocurra, reservarse las actuaciones.

El doctor Repetto dijo:

I. El art. 24 de la Constitución Nacional dispone que el Congreso promoverá "el establecimiento del juicio por jurados". A su vez el inc. 11 de su art. 67, incluye entre las atribuciones del Congreso, la de dictar las leyes "que requiere el establecimiento del juicio por jurados". Finalmente, el art. 102 dispone que "todos los juicios criminales ordinarios que no se deriven del derecho de acusación concedido a la Cámara de Diputados se terminarán por jurados, luego que se establezca en la República esta institución".

II. Los tres preceptos constitucionales que aluden al mencionado tipo de juicio, "revelan el afán de los autores de nuestra organización institucional, de que en la República se adoptara el juicio por jurados que ha sido uno de los firmes baluartes de las libertades anglosajonas" (González Calderón, "Derecho constitucional argentino", t. III, p. 177). Pero lo cierto es que, por un lado, no se ha concretado el propósito de la Ley Fundamental "por falta de tradiciones propias, de ambiente y de cultura pública para incorporarlo a nuestras prácticas judiciales" (autor y obra, tomo y página citados), en tanto que, por otro, la Constitución Nacional no ha fijado al Congreso plazo alguno para la regulación del instituto. Así se ha señalado, desde ese último aspecto, que con sabia previsión la Constitución Nacional "ha dejado a criterio de los legisladores, la determinación de la época en que debe ser establecida. Esto es lo que resulta de los términos literales del art. 102 ..." (ver nota del doctor Obarrio al Ministerio de Justicia, Culto e Instrucción Pública doctor Eduardo Wilde en Jofre, "Manual de procedimientos", t. II, p. 248).

III. Es así como la Corte Suprema de Justicia de la Nación ha tenido oportunidad de pronunciarse en reclamos análogos al de autos, sosteniendo que los arts. 24, 67 inc. 11 y 102 de la Constitución Nacional no han impuesto al Congreso el deber de proceder inmediatamente al establecimiento del juicio por jurados, ni surge del primero
de ellos un término perentorio (conf. Fallos: 165:258 y 208:21 y 225).

IV. Entiendo, en consecuencia, que no existe reparo constitucional alguno para que el a quo, que es uno de lo jueces señalados por la Constitución Nacional y actúa en el marco de su competencia, sustancie y juzgue este proceso.

Por ello voto por la confirmación del fallo, con costas también en la alzada.

El doctor Riggi dijo:

Que el planteo efectuado no puede prosperar --sin perjuicio de reconocer la importancia del tema--, habida cuenta que es facultativo del Poder Legislativo de conformidad con lo establecido por el art. 67, inc. 11 de la Constitución Nacional el establecimiento de juicios por jurados. Por otro lado, advierto que el derecho vigente marca la competencia del juez de primera instancia interviniente para conocer el delito del art. 302 del Cód. Penal, por lo que no puede considerarse inconstitucional, ni admisible la crítica del apelante a la aplicación del mismo.

Sin perjuicio de lo expresado, cabe recordar que nuestro más alto tribunal ha resuelto reiteradamente que los arts. 24, 67 y 102 de la Constitución Nacional no han impuesto al Congreso el deber de proceder inmediatamente al establecimiento del juicio por jurados (conf. Fallos: 115:92; 165:258; 208:21 y 225).

Por todo ello y los fundamentos concordantes brindados por el doctor Repetto, voto por la confirmación del fallo recurrido, con costas también en la alzada.

Por todo ello se resuelve, por mayoría: confirmar la resolución apelada de fs. 146/148 vta. en lo que fue materia de recurso. Con costas. -- Edmundo S. Hendler (en disidencia). -- Nicanor M. P. Repetto. -- Eduardo R. Riggi. (Sec.: Hugo J. Pinto).

sábado, 24 de mayo de 2008

Merck Química Argentina c/ Gobierno de la Nacion s/ Interdicto

CS, 9/6/1948.-
Merck Química Argentina c/ Gobierno de la Nacion s/Interdicto

Buenos Aires, junio 9 de 1948.
Y vistos los autos “Merck Química Arg. c/Gobierno de la Nación s/Interdicto”, en los que se ha concedido el recurso extraordinario a fs.165
Considerando:
Que el recurso extraordinario se funda en el hecho de que la sentencia de la Cámara Federal de la Capital que rechazó la acción promovida, al convalidar judicialmente los actos emanados del Poder Ejecutivo en cumplimiento de diversos decretos-leyes y en especial los números 6945/45 , 7035/45 , 10.935/45 y 11.599/46 con referencia a la vigilancia, incautación y disposición de la propiedad enemiga, ha consentido la desposesión arbitraria de los bienes afectados por actos irritantes del gobierno de facto que, en resumen y frente a las disposiciones de la Constitución Nacional, los tratados internacionales a los cuales antes de ahora se ha adherido la República y a toda la tradición histórica argentina, comportan flagrante violación tanto de los propósitos fundamentales perseguidos en el Preámbulo de la Constitución, como del derecho de propiedad y garantía de la defensa en juicio, sin perjuicio todo ello, de la errónea y peligrosa extensión de facultades que a través de doctrina y jurisprudencia extrañas a nuestras instituciones e inaplicables por ende en el derecho público argentino, transforma los poderes de guerra en un peligroso instrumento de discrecionalismo antijurídico.
Que con igual objetivo reparador sostiénese, además, con abundantes argumentos extraídos de distintas prescripciones locales o normas internacionales de arraigo en el país o bien referidos a la inexistencia de un estado de guerra real y efectivo, que el P.E. dispuso por sí, con total prescindencia de la actora y de la vía legal o los procedimientos judiciales del caso y equiparables en cierta medida a los indicados en la expropiación forzosa contemplada en el art. 2512 y concordantes del Código Civil, la liquidación a raíz del retiro de la personería jurídica de la apelante, de los bienes que constituían el haber de esta última, bienes que el P.E. había sometido a contralor primero y ocupación después, aduciendo que la sociedad propietaria hallábase vinculada a países con los cuales la República estaba en guerra. Y como el interdicto con que la sociedad “Merck Química Argentina” se proponía obtener el remedio de lo que consideraba un despojo, fue rechazado en segunda instancia por juzgarse que tanto el acto de desposesión como todas sus ulterioridades entre las cuales se encuentra la liquidación mencionada, constituyen el ejercicio de los poderes de guerra que por su naturaleza no son susceptibles de ser sometidos al contralor judicial, el rechazo de la acción importa según la recurrente, la privación de su propiedad sin forma alguna de juicio y contraria por consiguiente a las expresas garantías acordadas en los arts. 17, 18 y 95 de la Const. Nacional.
Que planteado, así, en términos generales, el recurso extraordinario traído a conocimiento y decisión de esta Corte Suprema, cabe señalar en primer término, que cualesquiera pudieran ser los defectos con que el juicio ha sido iniciado y proseguido -por confusión de la acción posesoria y petitoria- lo cierto es que, admitido el recurso por entenderse que los actos del P.E. comportaban menoscabar principalmente el derecho de propiedad, el caso cae dentro de las disposiciones del art. 14 de la ley n°48.
Que por lo tanto, tomando en consideración las alegaciones y agravios expresados por la parte actora y a mérito de los fundamentos y conclusiones a que arriba el fallo apelado corriente de fs. 126 a 144 vta., el presente recurso se circunscribe principalmente a decidir, si el ejercicio de los poderes de guerra por parte del órgano de gobierno investido de tales atribuciones por la Constitución Nacional -en el caso, el Presidente de la República- está o puede estar fuera de la intervención de los tribunales de justicia, cuando como en el sub- lite y al invocarse las garantías civiles reconocidas indistintamente a todos los habitantes de la Nación, se requiere el amparo judicial a fin de proteger o restablecer el goce de los derechos individuales presuntivamente vulnerados en ocasión del ejercicio de los mencionados poderes de guerra. No otra cosa importan las diversas articulaciones traídas al debate que, en síntesis de todas ellas, concentran en el condicionamiento del ejercicio de los poderes de guerra todos y cada uno de los capítulos de impugnación a la sentencia recurrida.
Que a los efectos de resolver, pues, sobre el punto debatido como esencial y alrededor del cual giran las demás cuestiones incidentales introducidas en el extenso memorial de agravios agregado de fs. 171 a 238 de estos autos, corresponde dejar establecido en primer término que, cualquier fuera la inteligencia o alcance que se pretenda asignarles, no cabe discusión alguna sobre la existencia y preexistencia de tales poderes de guerra, por cuanto los principios rectores de que están informados en mira a la salvaguardia de la integridad e independencia nacional o salud y bienestar económico-social que significan uno de los objetos primarios de toda sociedad civil ("El Federalista", número XLI), son forzosamente anteriores y, llegado el caso, aun mismo superiores a la propia Constitución confiada a la defensa de los ciudadanos argentinos (art. 21) y cuya supervivencia futura con más la supervivencia y plenitud de todos los beneficios que ella acuerda o protege, queda subordinada a las alternativas del estado de guerra defensiva al cual el país puede encontrarse avocado en cualquier momento.
Que por análogas causales de excepcionalidad manifiesta pero no por ello imprevista, puesta por tanto al servicio irrenunciable de la custodia en todos los terrenos de la independencia y soberanía nacional que descansa sobre una inmutable base histórico-militar, geográfica, social, ética y política que constituye la más preciada e indiscutible razón de ser de la nacionalidad, es de todo punto innegable tanto el absoluto derecho del Estado para recurrir a la guerra cuando la apremiante necesidad de ella conduce fatalmente a tales extremos, como el derecho a conducirla por los medios indispensables que las circunstancias lo impongan y sin más limitaciones que las que en ese estado de emergencia pudiera haberle impuesto la Constitución o los tratados internacionales en plena vigencia.
Que, considerado así, es notoriamente evidente que el Estado y, en su delegación constitucional, el órgano político munido constitucionalmente de las expresas atribuciones para hacer efectiva la defensa de los supremos intereses de la Nación, es en principio, el único árbitro en la conducción de la guerra promovida en causa propia.
Que fluye de todo lo expresado anteriormente que, el acto de autoridad y soberanía mediante el cual un país entra en guerra con las modalidades que le ha impreso el complejo arte militar moderno, muy diferente por cierto al que se practicaba al tiempo de la sanción de nuestra Carta Fundamental, faculta a los órganos de gobierno que deban conducirla ejecutiva o legislativamente, a prever y realizar todo lo necesario y que no esté expresa e indubitativamente prohibido en esa materia por su propia legislación, a realizar cuanto fuese indispensable hasta donde lo permitan y hasta obliguen las necesidades militares y los intereses económico-políticos conexos con aquéllas, acechada como puede estar la Patria, por la conjunción del esfuerzo bélico-financiero del enemigo dispuesto no sólo a aniquilar los efectivos militares, las reservas económicas, las fuentes de producción local, las vías de comunicación aéreas, marítimas y terrestres y su mismo comercio interior o exterior, sino también, a usar alevemente los recursos introducidos o mantenidos o controlados subrepticiamente en el país llevado a la guerra, como igualmente, a acrecer mediante esos mismos recursos en poder o a la orden aparente de particulares o asociaciones obrantes pérfidamente como prestanombres, las fuentes de su potencialidad y capacidad de resistencia en todos los frentes internacionales en que la contienda pueda extenderse.
Que a mérito de este mismo razonamiento, ajustado por otra parte a la realidad circundante en las últimas conflagraciones universales, puede afirmarse que si bien y en la superficialidad aparente de los hechos el fin no justifica los medios o que la victoria no da derechos como enfáticamente lo tiene proclamado la República desde tiempo atrás y ha sido objeto de especial invocación por la recurrente, ello no puede traducirse en un renunciamiento total que coloque a la Nación en el camino de su derrota, su desmembramiento interno y su desaparición como entidad soberana. La realidad jurídica no puede prescindir de la realidad de la vida, que es la que explica la razón de su organización política y flexibiliza o adopta la letra de sus instituciones básicas. De allí que, la generosidad y el hondo humanismo de que están impregnadas las doctrinas argentinas, no pueden convertirse en el instrumento de su perdición, frente a cualquier enemigo que practique doctrinas opuestas, fundamentadas en el derecho de la victoria.
Que prescindiendo de los antecedentes patrios y las probables fuentes de los ensayos locales, tampoco es posible desconocer que tanto las cláusulas 21, 22 y 23 del art. 67 de la Constitución, como sus concordantes consignadas en los incisos 15, 16, 17 y 18 del art. 86 de la citada Constitución, que reconocen en la diversidad o complementación o compenetración de atribuciones los poderes de guerra de cada una de esas ramas del gobierno nacional, han sido trasladadas casi al pie de la letra o por lo menos con identidad de propósitos, de análogas o parecidas prescripciones adoptadas por la Constitución Federal de los Estados Unidos de Norteamérica (art. I, sec. 8, cláusulas 10, 11, 12, 13, 14 y 15; y art. II, sec. 2, inc. 1). Por cuya razón y sin caer por esto dentro de la clásica polémica entre Alberdi y Sarmiento acerca del valor o la obligatoriedad de la doctrina y la jurisprudencia de aquel país, tal como ha sido insinuado en autos, no sería empero prudente subestimar los valiosos elementos de interpretación y aplicación que allí sirvieron para aquilatar el alcance de los preceptos constitucionales relacionados con los poderes de guerra.
Que a ese mismo respecto y si bien como se ha hecho expreso mérito en la litis, esta Corte Suprema tiene dicho en cuanto a la importancia y practicidad de la doctrina y la jurisprudencia norteamericana, que ".... podemos y debemos utilizar en todo aquello que no hayamos querido alterar por disposiciones peculiares" (Fallos, 19, 231) o más terminantemente aun: "...cuyos precedentes y cuya jurisprudencia deben servirnos de modelo, también lo es que en todo lo que expresamente nos hemos separado de aquél (modelo), nuestras instituciones son originales y no tienen más precedentes y jurisprudencia que los que se establecen en nuestros tribunales" (Fallos, 68, 227), igualmente no es menos cierto que por ajustada adopción de esta doctrina de la Corte, frente al silencio que guardan las respectivas actas del Congreso General Constituyente de 1853 (sesiones del 28 y 29 de abril), el laconismo del texto constitucional y la inadecuada jurisprudencia federal argentina al caso de autos que para otras circunstancias o soluciones se registra en los fallos que han sido citados por la parte actora, la raíz y la orientación originaria de nuestros poderes de guerra, autorizan a recurrir a aquellas únicas fuentes interpretativas, tanto más, cuanto que las sucesivas guerras en que se ha visto envuelta aquella nación desde los albores de su independencia hasta nuestros días -que implican por consiguiente la conducción de la guerra dentro de los viejos y de los nuevos principios auspiciados o estructurados por el Derecho Internacional- le han permitido elaborar una constante doctrina adaptable a todas las naciones americanas que en esa parte, siguieron casi exclusivamente aquel modelo y que en ausencia de una doctrina estable condicionada a las necesidades de la guerra moderna, encuentran en aquellos antecedentes, una inapreciable guía de esclarecimiento para resolver sus propios y casi novedosos problemas bélicos.
Que, entendido así, carece de importancia práctica discutir acerca de si los poderes de guerra de que está investido el Presidente de la República (inc. 18, art. 86, Constitución Nacional), encuentran su fuente y fundamento y hasta la medida de la extensión de los poderes de guerra en el precitado inciso, por cuanto y como se ha expresado precedentemente, esos poderes son anteriores y aun superiores a la propia Constitución que debió ser consecuente consigo misma y con la defensa de su intangibilidad frente a la amenaza enemiga, tanto que reconociéndolo implícitamente así, se ha circunscripto a encomendar esa defensa y la conducción de la guerra tendiente a tales fines e inseparable como es obvio de la defensa de la independencia nacional, al Presidente de la República como comandante en jefe que es a su vez de todas las fuerzas del mar y tierra de la Nación (art. 86, inc. 15), dejando librado a su mejor acierto la forma y los medios más convenientes para salvaguardar exitosamente los sagrados intereses de la República, comprometidos en cualquiera de los terrenos en que la guerra de cada tiempo pueda incidir peligrosamente sobre la vitalidad de la Patria.
Que por idénticas consideraciones es que Story, al comenzar como tratadista e interpretar como juez de la Corte Suprema de los Estados Unidos la pertinente cláusula constitucional semejante a la argentina, aun cuando ubicada en distinto lugar del texto, ha expresado desde aquella remota época, que el " poder de declarar la guerra incluye todas las demás facultades incidentales al mismo y las necesarias para llevarla a efecto. Si la Constitución nada hubiese dicho respecto a cartas de marca o capturas, no hubiera limitado por ello el poder del Congreso. La autoridad de conceder cartas de marca y represalia y de reglamentar capturas, son ordinarios y necesarios incidentes del poder de declarar la guerra. Sin aquéllas, éste sería totalmente inefectivo" (in re Brown v. United States; 8, Cranch, 110).
Que, por lo demás, y según ha sido recordado en la sentencia apelada, no ha de suponerse que la doctrina imperante en los Estados Unidos sobre preceptos constitucionales que inequívocamente sirvieron de fuente para las instituciones argentinas referentes a la guerra, carece de otros antecedentes jurisprudenciales no menos precisos en el mismo sentido. Muy por el contrario y sin entrar en la transcripción parcial y análisis de todos los casos ocurridos, baste decir que aquella doctrina comenzó a estructurarse con anterioridad a la Constitución Federal -in re, Ware v. Hylton, 3 Dallas, 199-, fué reiterada más tarde en Fairfax v. Hunter, 7 Cranch, 603; en Prize Cases, 2 Black, 635; en Metropolitan Bank v. Van Dyck, 27 N. Y. 400; e in re Kneedler v. Lane donde se adujo también, que "el poder de declarar la guerra, presupone el derecho de hacer la guerra. El poder de declarar la guerra, necesariamente envuelve el poder de llevarla adelante y éste implica los medios. El derecho a los medios, se extiende a todos los medios en posesión de la Nación" (45, Penn, 238; S. C. 3 Grant, 465).
Que ya entrando en un período de evolución más próxima a la reacomodación de los conceptos o principios fijados por el Derecho Internacional de la última mitad del siglo XIX, en el cual podría presumirse la atenuación a que Marshall se había referido en 1814, la Corte Federal no solamente reeditó la anterior doctrina, sino también subrayó especialmente la legitimidad de la apropiación de los bienes enemigos radicados dentro o fuera del país, legitimidad que de acuerdo al fallo citado, no podía ser cuestionada judicialmente por aplicación de las disposiciones preceptuadas en las Enmiendas V y VI ratificadas en 1791 y, por lo tanto, no cabía en forma alguna la intervención de los jurados o el funcionamiento del debido proceso legal para resolver sobre la justicia de la desafectación de la propiedad enemiga.
Que más concretamente todavía, en este último caso, se dejó explícitamente sentado que "la Constitución confiere expresamente poder al Congreso para declarar la guerra, otorgar cartas de marca y represalia y dictar leyes respecto a las capturas en tierra y mar. Ninguna restricción está impuesta al ejercicio de estos poderes. Por supuesto que el poder de declarar la guerra envuelve el poder de proseguirla por todos los medios y en cualquier manera en la cual la guerra pueda ser legítimamente proseguida. Incluye, por consiguiente, el derecho de secuestrar y confiscar toda propiedad de un enemigo y disponer de ella a voluntad del captor. Este es y ha sido siempre un indudable derecho del beligerante. Si hubiera cualquier incertidumbre respecto a la existencia de tal derecho, tendría que ser desechada por el expreso otorgamiento de poder para dictar reglas relativas a las capturas en tierra y agua" (Miller v. United States, 11 Wallace, 268-231).
Que independientemente de aquellos precedentes jurisprudenciales y frente a las contingencias de las dos últimas grandes contiendas universales del presente siglo que arrastraron igualmente a aquella nación a una guerra integral cumplida en todos los terrenos militares y económicos, la Corte Federal mantuvo y amplió merced a leyes de emergencia dictadas por el Congreso, la doctrina ya expuesta precedentemente, doctrina que en los aspectos más esenciales ha sido motivo de examen y aplicación en el fallo apelado de la Cámara Federal, por lo que se hace innecesario referirse aquí y en particular a los casos allí citados, como también, a los que coincidentemente con aquella misma doctrina se recuerdan en el voto de la disidencia.
Que, por lo tanto, en términos generales, y de acuerdo a la doctrina y jurisprudencia norteamericanas presentes y pasadas, se desprende sin mayores dificultades, que los poderes de guerra pueden ser ejercitados según el derecho de gentes evolucionado al tiempo de su aplicación y en la medida indispensable para abatir la capacidad efectiva y potencial del enemigo, ya en el propio territorio nacional hasta el cual lleguen a asentarse pública o encubiertamente los medios ofensivos económico-militares del enemigo o en el lugar o lugares que las exigencias de la guerra les señale como de estricta necesidad, a juicio del conductor de la guerra.
Que ello no obstante, habiéndose argüido y hasta aceptado parcialmente, que todos aquellos precedentes se explican en un país que entiende la guerra con finalidades de expansión o en relación a las peculiaridades anglo-sajonas dominantes en su formación ético-racial, bien distintas a la tradición argentina o que resultan inaceptables a la luz de los principios de derecho público interno o internacional que ha adoptado la República Argentina, es bajo todo punto de vista indispensable hacerse cargo de tales fundamentos, con el objeto de esclarecer hasta donde sea posible la cuestión introducida al litigio y decidir en consecuencia, sobre la procedencia de la defensa explícitamente articulada.
Que a tales fines, conviene tener presente con carácter de consideración previa, que las corrientes doctrinarias que paulatinamente vienen reestructurando al Derecho Internacional, chocan entre sí, respecto a la primacía de esta gran rama del derecho público universal sobre el Derecho Constitucional Interno, choque en enrola a las naciones y aun mismo a su derecho público interno en el grupo "monista" o del "internacionalismo puro" que reclama esa primacía, o en el "grupo dualista" o del "paralelismo jurídico" en que al desdoblarse los sistemas jurídicos, mantiene en el orden interno la supremacía de la Constitución local. Ahora bien, es evidente a través de las citas precedentes, que en los Estados Unidos todo indica que se han seguido los dictados de la teoría "monista". De allí, entonces, que en los casos resueltos antes o después de las Enmiendas V y VI, se advierte la influencia de los conceptos antiguos o los derivados de los ultramodernos tratados que han rectificado las convenciones celebradas al iniciarse el presente siglo bajo el signo de mayor benignidad, dando paso así, al propósito de destruir al enemigo en todas las formas, con todos los medios y respecto a todos sus recursos humanos o materiales.
Que, en cuanto a la República Argentina y en un aspecto de generalización de principios, el orden interno se regula normalmente por las disposiciones constitucionales que ha adoptado y por lo tanto, manteniéndose en estado de paz, ningún tratado podría serle opuesto si no estuviese "en conformidad con los principios de derecho público establecidos en esta Constitución" (art. 27). Es decir, pues, que en tanto se trate de mantener la paz o afianzar el comercio con las potencias extranjeras, la República se conduce dentro de las orientaciones de la teoría "dualista". Pero, cuando se penetra en el terreno de la guerra en causa propia -eventualidad no incluida y extraña por tanto a las reglas del art. 27- la cuestión se aparta de aquellos principios generales y coloca a la República y a su gobierno político, en el trance de cumplir los tratados internacionales con todo el rigorismo de que puedan estar animados. Y, si por la fuerza de las circunstancias cambiantes, ha suscripto tratados que pudieran ser o aparecer opuestos en ciertos puntos concernientes a la guerra con otros celebrados con anterioridad, es indudable de acuerdo a una conocida regla del propio derecho internacional, que los de última fecha han suspendido o denunciado implícitamente a los primeros; eso es, por otra parte, un acto de propia soberanía, que no puede ser enjuiciado de ninguna manera.
Que, subsidiariamente a lo dicho sobre este aspecto, es argumento incontrastable de rigurosa aplicación en estos autos, que la realidad viviente de cada época perfecciona el espíritu remanente de las instituciones de cada país o descubre nuevos aspectos no contemplados con anterioridad, a cuya realidad no puede oponérsele, en un plano de abstracción, el concepto medio de un período de tiempo en que la sociedad actuaba de manera distinta o no se enfrentaba a peligros de efectos catastróficos. La propia Constitución Argentina, que por algo se ha conceptuado como un instrumento político provisto de extrema flexibilidad para adaptarse a todos los tiempos y a todas las circunstancias futuras, no escapa a esa regla de ineludible hermenéutica constitucional, regla que no implica destruir las bases del orden interno preestablecido, sino por el contrario, defender la Constitución en el plano superior que abarca su perdurabilidad y la propia perdurabilidad del Estado Argentino para cuyo pacífico gobierno ha sido instituida.
Que por identicas razones, la Corte Federal de los Estados Unidos tiene particularmente dicho, que: "No es admisible la réplica de que esta necesidad pública no fue comprendida o sospechada un siglo ha, ni insistir en que aquello que significó el precepto constitucional según el criterio de entonces, deba significar hoy según el criterio actual. Si se declarara que la Constitución significa hoy, lo que significó en el momento de su adopción, ello importaría decir que las grandes cláusulas de la Constitución deben confiarse a la interpretación que sus autores les habían dado, en las circunstancias y con las perspectivas de su tiempo, y ello expresaría su propia refutación. Para prevenirse contra tal concepto estrecho, fue que el Presidente de la Corte Mr. Marshall expresó la memorable lección: "No debemos olvidar jamás que es una Constitución lo que estamos interpretando (Mac Culloch v. Maryland, 4 Wheat 316, 407); una Constitución destinada a resistir épocas futuras y consiguientemente a ser adaptable a las varias crisis de los asuntos humanos". "Cuando consideramos las palabras de la Constitución, dijo la Corte en Missouri v. Holland, 252 U. S. 416-433, debemos darnos cuenta que ellas dieron vida a un ser suyo desarrollo no pudo ser previsto completamente por sus creadores mejor dotados...." (Citado en Fallos, 172, pags. 54 y 55).
Que, por lo mismo, ha de entenderse que no obstante la terminología del art. 27 de la Constitución que evidentemente no aparece como rigiendo para el estado de guerra, todo derecho o garantía individual reconocida a los extranjeros incluidos en la categoría de beligerantes activos o pasivos, cede tanto a la suprema seguridad de la Nación como a las estipulaciones concertadas con los países aliados a la República. Nada contraría a ello, ni el derecho público interno que por o demás no reconoce derechos absolutos y mucho menos atentatorios contra la independencia nacional, ni las prácticas o doctrinas anteriores, por cuanto esas prácticas o aquellas doctrinas fueron establecidas o elaboradas de acuerdo a las modalidades militares de su tiempo y que no pudieron prever las circunstancias futuras o las formas intensivas y demoledoras que habrían de adoptarse en las guerras venideras.
Que es en virtud de tales fundamentos, que el entonces gobierno de facto de la República, alcanzada por un flagelo que nunca conoció, no sólo pudo dictar el decreto-ley 6945/45 que declaró el estado de guerra con Alemania y el Japón, sino además, el decreto 7032 del mismo año y su coordinador número 11.599/46, referidos estos últimos al régimen de la propiedad enemiga o presa terrestre, ya prevista en la Conferencia Interamericana de México, de febrero de 1945. Esos decretos son ley de la Nación, tanto por su origen de acuerdo a la doctrina sustentada recientemente por esta Corte Suprema, como por haber sido ratificados por las leyes 12.837 y 12.838 sancionadas por el Congreso reinstalado en el año 1946. Esas leyes, en suma, como asimismo los tratados internacionales igualmente ratificados y que hacen a la misma cuestión de fondo debatida en estos autos, constituyen ley suprema de la Nación a tenor de lo dispuesto en el art. 31 de la Constitución Nacional.
Que, por otra parte y siempre dentro de este mismo género de consideraciones, no podría ser de otra manera, si se tiene en cuenta que no se trata en el caso del goce y colisión de derechos individuales entre particulares o en que únicamente media el interés privado frente a los poderes públicos. El estado de guerra presupone necesariamente un grave e inminente peligro para la Nación y nada ni nadie puede invocar un mejor derecho, cuando se está en presencia de la independencia, la soberanía y la seguridad interna y externa de la Nación. De no ser así y admitiendo que siempre, fatalmente siempre, hubiese de prevalecer el interés individual, la Constitución al desarmar y desarticular todas las defensas posibles de la República, se habría tornado en un instrumento de disgregación nacional, lo que a todas luces es absurdo, ilógico y antinatural. Es por ello mismo que esta Corte tuvo ocasión de insistir sobre esta cuestión tan trascendental, cuando arribaba a la conclusión de que "no se concebiría la creación de un Gobierno Nacional con poderes limitados pero soberano, sin munirlo de los medios indispensables para defender su existencia y la del orden social y político que garantiza" (Fallos, 167, 142).
Que, en consecuencia, el Presidente de la República, obrando dentro de las atribuciones que expresa e implícitamente le ha otorgado la Constitución sin limitación no contradicha por ninguna otra disposición aplicable en la especie, ha podido dirigir el estado de guerra en la forma y por los medios o con los efectos que ha creído más conveniente en resguardo de los elevados intereses de la Nación, sin que ello importe transgredir ninguna norma constitucional y sin que tampoco implique, por lo demás, el reconocimiento de un discrecionalismo ilimitado, pues nunca podría rayar en irresponsabilidad, en atención a lo prescripto en los arts. 45, 51 y 52 de la Constitución.
Que la parte actora se ha agraviado, igualmente, por considerar que el estado de guerra no había abierto las hostilidades reales, que la apropiación se resolvió después de la rendición incondicional de los países enemigos y, finalmente, que al abrogarse el Presidente de la República facultades judiciales, no sólo infringía el art. 95 de la Constitución, sino además, le privaba de la garantía de la libre defensa ante los jueces naturales encargados de tales funciones. Sobre el primer punto, es de observar, que si bien resulta cierta en el hecho la impugnación, tampoco es menos exacto que el peligro lo mismo existía en razón de que los recursos del enemigo concentrados en las filiales dependientes del control de aquellos países -a juicio del titular de los poderes de guerra- podían movilizarse dentro o fuera de la República en forma o modo que contribuyeran al desquiciamiento local o el de las naciones aliadas, sin perjuicio de poder ser repatriados para prolongar el estado de guerra o eludir al tiempo del restablecimiento de la paz, el cumplimiento de las reparaciones exigibles de acuerdo a las leyes y las costumbres de la guerra.
Que en cuanto al hecho de haberse dispuesto de los bienes de la recurrente después de la cesación de las hostilidades a causa de la rendición lograda, debe señalarse que independientemente de la obligatoriedad de proceder así por imperio de los tratados ratificados por el Gobierno Nacional, esa circunstancia no es bastante por sí sola para ser atendible, en razón de que jurídicamente el estado de guerra subsiste al no haberse firmado la paz, causal esta que no reviste el carácter de un hecho notorio o de mero conocimiento, sino que se desprende de un expreso acto oficial del gobierno, cual es el decreto N° 10.002, del 7 de abril del corriente año (9) en el que como surge de los considerandos allí expuestos y lo que establece en sus artículos 3 y 4, todos los efectos de la guerra declarada quedan diferidos hasta el restablecimiento de la paz. Cabe agregar, a mayor abundamiento, que la subsistencia de ese estado de guerra con todos los efectos directos o indirectos que ella provoca, ya ha sido reconocido por esta Corte Suprema, en el fallo publicado en el tomo 204, pag. 418.
Que en cuanto a la pretendida injerencia judicial del Presidente de la República en la desposesión y apropiación de los bienes tenidos por enemigos, corresponde recordar que, como reiteradamente lo tiene resuelto esta Corte, aquella prohibición se refiere exclusivamente al impedimento de intervenir en contiendas o causas legisladas por las leyes comunes civiles o penales (Fallos, 149, 175; 164, 345; 169, 256; 175, 182; 185, 251 ; 195, 220; 194, 494 y 564; etc.), que ninguna relación guarda con el ejercicio de las funciones privativas que le han sido expresamente confiadas, ya sea para hacer efectivas tanto la conducción de la guerra (art. 86, inc. 15 y 18; y Fallos, 149, 175; t175, 182) como las elementales medidas de defensa que el país pueda reclamar (Fallos, 164, 345) y sin que ese ejercicio implique comprometer ninguna de las garantías acordadas en el art. 18 de la Constitución (Fallos, 164, 345).
Que, por lo tanto, no es del resorte del Poder Judicial juzgar y resolver sobre aquellas necesidades, los medios escogidos y la oportunidad en que pudieron o debieron ser realizados, desde el momento que el exclusivo poder autorizado para determinar sobre la procedencia o razonabilidad bélica de esas y otras medidas adoptadas en el curso del estado de guerra, es el mismo órgano de gobierno asistido de aquellas atribuciones insusceptibles de ser calificadas como judiciales, y el único capacitado en funciones del manejo militar que ejerce o del conocimiento perfecto que tiene de poderosas y secretas razones militares o de entronque internacional referidas a la lucha entablada, para discernir sobre su conveniencia y oportunidad, razones estas que desconoce en absoluto el Poder Judicial y que con su intervención obstaculizaría las operaciones de guerra en cualquiera de sus aspectos y alcances o la preparación de los acuerdos de paz.
Que, en resumen de todo lo expuesto en los considerandos precedentes, se sigue la lógica consecuencia de que únicamente el Poder Ejecutivo de la Nación en actos propios del ejercicio de sus privativos poderes de guerra, es el que tuvo atribuciones suficientes para resolver sobre la calificación enemiga de la propiedad de la recurrente, el mayor o menor grado de vinculación o dependencia que podía mantener con las naciones en guerra, la efectividad y la gravedad que pudiera importar la penetración económica del enemigo, la eventualidad de proyectar la guerra sobre ese campo y por consiguiente, la conveniencia o necesidad de la vigilancia, control, incautación y disposición definitiva de los bienes, como asimismo, de la necesidad y urgencia de proceder en tal forma en la oportunidad que respectivamente adoptó cada una de esas medidas, todo ello sin obligación de recurrir previamente a los estrados judiciales, o sin tener que afrontar ante estos últimos, juicio de responsabilidad civil propia o de la Nación por la comisión de aquellos actos.
Que estas conclusiones no obstan en modo alguno, a la posibilidad de que firmada que sea la paz definitiva, las partes alcanzadas por las medidas de desafectación que llegaron a adoptarse durante el estado de guerra declarada por el Gobierno Nacional en uso de sus atribuciones, y se consideraran agraviadas en el goce de los derechos que legítimamente les cupiere invocar, puedan intentar las acciones judiciales que más crean convenientes para reducir a sus justos límites los efectos producidos.
Por los fundamentos expresados y los concordantes del fallo de fs. 126, de acuerdo a lo dictaminado por el Sr. Procurador General, se confirma la sentencia apelada en cuanto ha podido ser materia del recurso extraordinario. – TOMAS D. CASARES (en disidencia) – FELIPE S. PEREZ- LUIS R. LONGHI- JUSTO L ALVAREZ RODRÍGUEZ- RODOLFO G. VALENZUELA
Disidencia. –
Considerando:
Que el recurso extraordinario se funda en la alegación de que el ejercicio de las facultades regladas por los decretos relativos a la vigilancia y disposición final de la propiedad enemiga, hecho por el Poder Ejecutivo en este caso, es violatorio del derecho de propiedad y de la garantía de la defensa. Refiérese que el Poder Ejecutivo dispuso por sí, con total exclusión de l actora y de la vía y los procedimientos judiciales, la liquidación, a raíz del retiro de la personería jurídica, de los bienes que constituían el haber de esta última, bienes que el P. E. había sometido a contralor, primero, y ocupado luego, alegando que la sociedad propietaria hallábase vinculada a países con los cuales la Argentina estaba en guerra. Y como el interdicto con que la actora se proponía obtener el remedio de lo que considera un despojo, fue rechazado por juzgarse que tanto el acto de desposesión como todas sus ulterioridades entre las cuales está la liquidación mencionada, constituyen ejercicio de poderes de guerra que por su naturaleza no pueden ser sometidos al juicio judicial, el rechazo comporta en realidad, según la recurrente, la consecuencia de privarla de su propiedad sin forma alguna de juicio, no obstante lo dispuesto en los arts. 17 y 18 de la Constitución.
Que la posesión amparada por los interdictos integra, sin duda alguna, el patrimonio de la actora y le alcanza, por consiguiente, la garantía del precepto constitucional citado, cuya amplia comprensión ha reconocido esta Corte reiteradamente. Tanto más cuanto que si bien en el interdicto no ha de discutirse el derecho a poseer, así provenga de un inobjetable título de dominio, sino el hecho de la posesión, es innecesario recordar cuan estrechamente relacionado con la propiedad hállase este hecho que constituye uno de sus efectos y es también un medio de llegar a obtenerla. La denegación de un interdicto puede, por consiguiente, dar lugar al recurso extraordinario, no por cierto cuando sólo se trate de su procedencia desde el punto de vista de las disposiciones civiles y procesales pertinentes, sino cuando, como en este caso, se funda en que la ocupación con la cual el P. E. ha excluido de la posesión al dueño de los bienes no puede ser cuestionada ante los jueces. Tal es la razón en cuya virtud esta Corte lo declaró procedente a fs. 165, y de la cual se sigue su preciso alcance.
Que, en consecuencia, este recurso extraordinario tiene exclusivamente por objeto decidir si el ejercicio de los poderes de guerra hállase en todos los casos en que se trata de ellos -con la sola excepción de los juicios de indemnización de daños determinados por las consecuencias de dicho ejercicio-, substraído a la intervención de los jueces, pues esta conclusión es de la sentencia apelada, cuyo rechazo del interdicto tiene el alcance -demostrativo de que no se lo rechaza por razones concernientes al régimen propio de la acción posesoria instaurada-, de cerrar también, la vía de la acción petitoria. Lo cual pone a su vez de manifiesto que la sentencia recurrida, no obstante corresponder a un juicio posesorio, afecta en lo substancial el derecho de propiedad de que la recurrente sigue considerándose titular. En cuanto a que el amparo de la justicia, si hubiera de reconocerse la posibilidad de su procedencia, haya de acordarse en este caso mediante el interdicto deducido es, en cambio, cuestión de derecho común, procesal y de hecho; ajena, por consiguiente, al recurso extraordinario.
Que, como se dijo en el primer considerando, el P. E. decidió por acto propio y exclusivo tomar posesión de todos los bienes de la sociedad actora -a la cual había retirado la personería jurídica- y proceder a la liquidación mediante los órganos creados por el mismo a ese efecto, excluyendo a los representantes legales de la sociedad y a toda forma de intervención judicial. La medida y el modo de ejecutarla habrían obedecido a que estos bienes estaban al servicio de los países a los cuales la Argentina declaró la guerra en un acto por el cual contrajo al mismo tiempo obligaciones de aliada respecto a todas las demás naciones que la habían declarado con anterioridad.
Que los bienes a que se refiere el interdicto son inmuebles situados en territorio nacional y colocados, en consecuencia, bajo el orden jurídico del país.
Que se trata de saber si los poderes de guerra comprenden con respecto al Poder Ejecutivo, la facultad no sólo de incautarse de ellos en cuanto lo requiere la conducción de la guerra, sino también la de convertir ese secuestro en apropiación definitiva, por sí y con exclusión, de la justicia, en oportunidad de la liquidación de los efectos o consecuencias de esta última.
Que sobre la existencia de poderes de guerra en el órgano del Estado que debe conducirla, no cabe discusión. No hay especial interés en determinar el precepto constitucional del cual emergen, pues se trata de potestades concurrentes a la existencia misma de la Nación, realidad preexistente a todo régimen positivo de organización institucional y llamada a sobrevivir a cualquiera de ellos. Los principios rectores de los poderes de guerra son anteriores a la Constitución. Tan innegable como la posible necesidad de tener que recurrir a la guerra es el derecho del Estado, puesto en el deber de recurrir, para hacer todo lo que lícitamente conduzca a la obtención del fin que la ha determinado.
El Estado que hace la guerra es juez en causa propia, como los individuos en los actos de defensa impuestos por la circunstancial imposibilidad de recurrir a una instancia y un amparo superiores. "El declarar la guerra forma parte del poder de jurisdicción y es acto de justicia vindicatoria, la cual es soberanamente necesaria en el Estado para la represión de los malhechores..... El Soberano puede perseguir..... al Estado extranjero que por el delito cometido queda bajo su autoridad. Si el Soberano de que se trata no tiene superior en lo temporal no puede pedirse justicia a otro juez (Suárez, De Bello, sec. 2, N° 1).
Que el acto de autoridad y soberanía por el cual un país entre en guerra faculta y obliga a los órganos de gobierno que deben conducirla a realizar todo lo necesario, en cuanto no sea intrínsecamente ilícito, para quebrantar la hostilidad del enemigo, porque ese quebrantamiento es el requisito de la justicia en procura de la cual se ha llegado a esta "ultima ratio". De tales poderes no cabe decir que su fuente y fundamento está en el art. 86, inc. 18 de la C. Nacional. Considerado en sí mismo, este precepto no tiene otro objeto ni otro alcance que el de determinar el órgano de gobierno sobre el cual recae la responsabilidad de hacer la guerra. Lo dispuesto allí y en el inc. 22 del art. 67 sobre las patentes de corso y de represalia, aunque se admita que comprende las presas terrestres, y que el tratado de París de 1856 no obsta al ejercicio de este medio de guerra, nada resuelve respecto a la cuestión aquí tratada. La guerra comporta, en principio, el derecho de apropiarse de ciertos bienes del enemigo, como se explicará más adelante, pero aquí se consideran los requisitos de la expropiación en determinadas circunstancias, requisitos que si han de cumplirse por parte del Gobierno Nacional cuando la incorporación al propio dominio es realizada por él mismo, con mayor razón tendrían que ser cumplidos por el particular que mediante la patente respectiva hubiera recibido la autorización excepcional de efectuar represalias. Por eso ha podido observarse, como lo recuerda J. V. González (Manual de la Constitución, pg. 507), que la facultad de reglamentar las presas más bien que accesoria del poder de guerra lo es del de establecer tribunales de justicia. El régimen de presas incluye, en el derecho de gentes, la existencia de una justicia ante la cual pueda debatirse la legitimidad del apresamiento. Aunque aquí no se trata de la distinción entre presas marítimas y presas marítimas y presas terrestres. El distinto régimen legal de la que aquí se invoca no provendría de que es terrestre, sino de que el apresamiento recae sobre bienes colocados bajo la autoridad de las leyes nacionales y, por consiguiente, aunque se trate de una apropiación justificada por el hecho extraordinario de la guerra, en cuanto comporta privación absoluta y definitiva de una propiedad regida por las leyes de la Nación tiene que consumársela de acuerdo con ellas, a diferencia de lo que sucede con el apresamiento en acción de guerra de lo que está fuera de los límites del país, en la cual se consuma en principio la desapropiación por el acto del apresamiento.
Que ni en los preceptos constitucionales aludidos ni en otro ninguno está la determinación de lo que importa para juzgar de los poderes de guerra en orden a lo que se debate en esta causa, a saber: cuáles habitantes del país regularmente radicados en él han de ser tenidos por enemigos en tiempo de guerra y qué puede hacerse con sus personas y sus bienes. Es que lo primero no puede ser objeto de definición legal, como no fuera refiriéndose tanto lógicamente al comportamiento hostil, pues el carácter hostil de una actitud depende de las más variadas e imprevisibles circunstancias. Y en cuanto a lo segundo, si se trata de personas y bienes que están bajo la autoridad y el orden jurídico del Estado enemigo, los poderes en cuestión tienen que comprender la facultad de proceder como lo impongan las también imprevisibles alternativas de la guerra, lo cual debe quedar librado a la autoridad inmediatamente responsable de su conducción. En la medida en que la guerra es lícita lo es, con respecto a la vida, a la libertad y los bienes de los súbditos enemigos, todo lo requerido, en cada circunstancia mientras sea intrínsecamente lícito, para obtener los fines que la han determinado. Lo cual no quiere decir que todo lo del enemigo esté fuera de la ley. Cuando sea recurso directo o indirecto del Estado enemigo para hacer la guerra tiene que soportar las consecuencias de la condena pronunciada contra este último. Pero la declaración de guerra -o el acto de hacerla para repeler una agresión, haya o no declaración formal- es, como quedó dicho, un acto de justicia; justifica hecha por la propia mano en ausencia de una instancia superior efectiva y operante, pero no con prescindencia de toda norma.
Y no se trata sólo de la ley internacional positiva que consta en los tratados. Si se tratara sólo de ella, en todo lo que no está regido por los pactos vigentes la guerra sería un estado de cosas ajeno al derecho; pero ninguna especie de relación entre los hombres corresponde a la dignidad humana si no reconoce la eminencia de una ley que objetivamente y por sobre el mero arbitrio de cada una de las personas -jurídicas o naturales-, que entran en relación, determine conforme a bien común, lo que es de cada uno. Si no hubiera derecho donde no hay ley positiva sería inútil disertar sobre las facultades de los Estados en el proceso de la guerra; la cuestión se resolvería en los hechos, puesto que la medida de la facultad se confundiría en cada caso con la medida de la fuerza de quien la invoca y ejerce. No es otro el asiento del informulado derecho de gentes a que se alude en los arts. 102 de la Constitución Nacional, 1 y 21 de la ley 48, derecho éste de mayor latitud y comprensión que cuanto sea materia positiva de los tratados. Y es la luz de la ley natural la que hace patente el sentido de la fórmula con la cual la Nación expresó alguna vez, por boca de sus autoridades, su subordinación a la justicia a raíz de una guerra victoriosa: la victoria no da derechos. Lo que con ella se obtiene es la efectiva posibilidad de su ejercicio mediante la reparación del agravio que lo obstaba (Vitoria, de los indios, Relec. 2da., 13; Grocio, Del derecho de la guerra y de la paz, lib. II, cap. I, párr. I). Sólo es de veras victoria la que comporta la victoria de un derecho; pero los derechos para cuya defensa se va a guerra no constan sino muy rara vez en normas positivas.
Que de esta sujeción de la guerra -acto de enjuiciamiento-, a la ley natural, síguese la obligación de subordinar al orden jurídico positivo interno la ejecución de lo que el Estado en guerra haya de hacer con las personas y los bienes que se encuentren bajo la fe de su derecho nacional. Porque la guerra no está sobre toda ley, el Estado que la hace no puede considerarse con motivo y en ocasión de ella, relevado de las subordinaciones que su propio orden jurídico, instaurado para regir en toda circunstancia, impone a sus facultades respecto a las personas y los bienes que antes de iniciarse el estado bélico habían sido acogidos por el imperio de su jurisdicción. Al hacer la guerra el Estado asume posición y responsabilidad de juez, y lo que pueda hacer -sin comprometer la suerte de la guerra-, mediante sus propias y ordinarias instituciones, debe hacerlo para el afianzamiento de la justicia que con ella se procura.
Que la cuestión se ha hecho, sin embargo, extremadamente difícil porque en la guerra total contemporánea parece que se tendiera a considerar justificado cuanto favorezca no sólo a la derrota de enemigo sino su aniquilamiento en todas sus órdenes y por todos los medios. Y como el medio empleado en la defensa propia tiene que poder llegar hasta donde sea preciso para adecuarse a la agresión, las naciones que se propongan no comportarse en la guerra con menos justicia que en la paz pueden hallarse ante casos límites en orden a la legitimidad de ciertos medios que son, sin embargo, los únicos de eficacia proporcionada a la especie y magnitud de los que emplea el enemigo. El fin no justifica los medios, pero la licitud o ilicitud de cada medio puede depender de las particulares circunstancias, buena parte de las cuales proviene de situaciones creadas por el comportamiento del enemigo. Además, la faz económica de las guerras ha adquirido importancia extraordinaria a causa, por una parte de la tendencia recordada a hacer de la guerra un medio de aniquilamiento total del país enemigo y, por otra, de la existencia de poderes económicos superiores, a veces, de hecho, a los de la legítima autoridad de los países en que actúan y con posibilidades, además, de anónima influencia internacional. Y por fin, la economía contemporánea y el crecimiento de las funciones del Estado favorece la disimulación de lo que pertenece al Estado enemigo o está bajo una potestad suya equivalente al dominio formal. Ya hace más de un siglo que se dijo no ser imaginable nada parecido a una guerra para los ejércitos y una simultánea paz para el comercio.
Que de todo ello se sigue deber ser muy amplias y muy ágiles las facultades del Poder Ejec., responsable inmediato de la conducción de la guerra, con respecto a la vigilancia de la vida económica en el país durante aquélla, y a la determinación de lo que en ella ha de tratarse como propiedad del enemigo. Pero si se ha de considerar que el orden jurídico nacional interno no es allanado en lo esencial de él por el hecho de la guerra, puesto que ella misma, en cuanto lícita, está en el orden del derecho, hay que distinguir las facultades de contralor, vigilancia y ocupación o secuestro, y aun las de disposición, determinadas por exigencias del esfuerzo bélico, de la desapropiación definitiva.
El ejercicio de las primeras sin intervención ni recurso judicial directo no comporta violación de la propiedad en las excepcionales circunstancias de una guerra, porque de las necesidades de la defensa nacional durante ella debe juzgar sin apelación quien la tiene a su cargo y es responsable inmediato de su consumación. De la eficacia de la defensa depende que el país salve y afiance los beneficios de su orden, y entre ellos la inviolabilidad de la propiedad. Sería, pues, contradictorio oponer esta garantía al ejercicio eficaz de poderes de guerra sin el cual aquélla podría perecer junto con la totalidad del orden nacional. Por lo demás, la inviolabilidad de la propiedad consiste, substancialmente, en que nadie sea privado de ella sino en virtud de sentencia fundada en ley. Mientras no se trate de actos de apropiación definitiva, es el uso y goce de la propiedad lo que se halla en juego en las circunstancias de que se está tratando, y si ello sufre accidental restricción conforme a las normas legales de emergencia, la sufre en resguardo de la substancia del derecho aludido mediante la defensa del primero de los bienes comunes que es la integridad de la Nación. Esta es la eventualidad contemplada en el art. 2512 del Código Civil. Sólo que en dicho precepto se contempla esta posibilidad respecto a bienes de los que la autoridad necesite servirse para los fines de la guerra y aquí se trata de prevenir o neutralizar la acción hostil susceptible de ser realizada con determinados bienes que, no obstante hallarse en jurisdicción nacional y bajo el régimen y el amparo de las leyes argentinas, haya motivos para presumir que están directa o indirectamente al servicio del enemigo. Por eso aquella ocupación da lugar a resarcimiento y esta última puede no darlo.
Que otros son los términos del problema cuando se trata de actos de disposición con prescindencia de la justicia y de los dueños de los bienes que se liquidan, ello ocurre una vez concluidas las hostilidades y no concierne, por consiguiente, a la conducción de la guerra. Sólo en calidad de dueño estaría facultado el P. E. para proceder en tal caso con exclusión de la justicia y de quienes, según las leyes bajo las cuales allanes los bienes de que se trate, con sus dueños. Pero de la propiedad sólo puede privarse a su dueño "en virtud de sentencia fundada en ley" (art. 17, Constitución).
Que por lo mismo la subsistencia del estado jurídico de guerra mientras no se firmen los tratados de paz, reconocida expresamente en Fallos, 204, 418, no influye para nada en este punto. Con la desaprobación definitiva no se acrecientan ni perfeccionan, en una palabra, no se modifican de hecho en lo más mínimo las medidas de precaución y seguridad que el Poder Ejecutivo haya considerado indispensable tomar con respecto a esos mismos bienes en razón de la subsistencia del estado de guerra y no obstante la cesación de las hostilidades a raíz de la rendición incondicional del enemigo. Y ya se ha dicho que este pronunciamiento no tiene más alcance que el de desconocer el derecho, atribuido al P. E. en la sentencia apelada, de considerarse definitiva o irremisiblemente dueño de los bienes, por él ocupados, de los cuales se trate en estos autos, sin haber dado a sus propietarios oportunidad de controvertir ante los jueces los hechos y razones en cuya virtud el Poder Ejecutivo considera que le asiste el derecho de apropiación. Vale decir, que con ello no se interfiere en el ejercicio de las facultades de vigilancia y ocupación que son propias del Poder Ejecutivo durante el estado de guerra.
Que estas mismas razones explican que tampoco hagan variar los términos de la cuestión los tratados internacionales que la Nación tenga concluídos respecto al destino de estos bienes, pues es obvio que en ellos no se decide, ni se podía decidir, cuáles eran determinadamente los bienes de que sus dueños habían de ser desapropiados. Porque una de dos: o esa desapropiación es acto de justicia, y entonces, como se acaba de expresar, las razones y los hechos que la justifican deben poderse controvertir ante los jueces, porque la privación de la propiedad tiene que ser sancionada por sentencia para ser lícita (art. 17, de la Constitución), o puede ser acto de arbitrio del legislador que aprueba y perfecciona los tratados (art. 67, de la Constitución), pero entonces ello querría decir que hay casos en que se puede privar de la propiedad sin sentencia y que hay leyes que pueden estar por encima de la Constitución y quedar substraídas al contralor de su constitucionalidad. No, la Nación no se compromete nunca sino a lo que con justicia puede hacer. Esta es una condición sobreentendida en toda relación jurídica verdaderamente tal. Lo que los compromisos internacionales de que se trata quieren decir es que la Nación hará lo que en ellos se establece con todos aquellos bienes cuya desaprobación esté justificada, es decir, pueda consumarse en justicia.
Que no cabe invocar el enjuiciamiento que la guerra comporta, para considerar cumplido lo que el principio constitucional exige. No se trata de necesidades de la guerra sino de la liquidación de sus efectos. Y de una liquidación a realizarse con la desapropiación de bienes regidos por las leyes nacionales. La ley de la guerra justifica en principio desapropiaciones de esta especie, pero en las circunstancias de que se ha hecho mención los derechos cuya extinción sería causada por ella, tienen que poderse confrontar con el que invoca el Poder Ejecutivo, del modo y ante la autoridad que las instituciones del país han establecido para dar a cada uno lo suyo cuando hay contradicción sobre los derechos que se invocan. Lejos de comportar extralimitación de atribuciones por parte de la autoridad judicial, esto es la consecuencia necesaria del principio a que obedece la delimitación de las funciones propias de cada uno de los poderes que constituyen el Gobierno de la Nación. La integridad del orden jurídico nacional exige que este efecto extremo de la guerra en el régimen de la propiedad consistente en la desapropiación resarcitoria, con los actos de disposición final que pueden seguírsele, no se consume con respecto a bienes colocados bajo dicho orden, o para decirlo con la enérgica expresión de Hamilton "existentes al amparo de la fe acordada a las leyes del propio país", sin la garantía del amparo judicial establecido para el afianzamiento de la justicia, que es, por cierto, el mismo fin procurado con la guerra. Substraída la desapropiación a dicha garantía en las circunstancias explicadas hay violación de la propiedad y de la defensa.
Que la posibilidad de una demanda de indemnización si se probase que lo que el Gobierno nacional considera propia no era ni directa ni indirectamente propiedad del enemigo ni había estado a su servicio, no remedia la violación constitucional cuando los fines procurados con la desapropiación no requieren en ese momento que se lo consume por acto privativo del P. E., pues se trata de liquidar los efectos de una guerra que, si bien no ha tenido fin jurídico mediante los pertinentes tratados de paz, ha concluido de hecho, como esfuerzo bélico, indiscutiblemente. No la remedia porque la indemnización equivale a la propiedad monetariamente, pero la propiedad no es sólo un valor económico; comprende, desde el punto de vista de lo que representa para la condición del hombre en sociedad -y en ello está la razón de ser primera de este derecho-, valores insusceptibles de traducción económica. Es indispensable recurrir a esta última cuando hay derecho a privar a alguien de su propiedad -como en la expropiación por causa de utilidad pública-, cuando extremas necesidades públicas han impuesto su impostergable destrucción (art. 2512, Código Civil), o cuando el menoscabo ilegítimo de ella se ha consumado; pero un régimen institucional y social entre cuyos fundamentos está la propiedad, antes que asegurar el resarcimiento, debe procurar, en cuanto sea posible, que el menoscabo del derecho no se consume.
Que los decretos por los cuales se rigen los actos de vigilancia y disposición de la propiedad enemiga (110.790/42; 122.712/42; 30.301/44; 7032/45; 7035/45; 7760/45; 10.935/45; 11.599/46), de los que tienen particular relación con esta causa los N° 7032/7035/10.935 y 11.599, no acuerdan en ningún caso intervención ni recurso judicial alguno. Si este silencio no debe interpretarse como positiva exclusión de la justicia en cuanto concierna a los actos de la autoridad creada por ellos, síguese de todo lo expuesto que si no los decretos mismos la interpretación de ellos que la excluye sería inconstitucional (Fallos, 176, 339; 186, 383). Si implican positivamente la exclusión aludida, en cuanto la impliquen en las actuales circunstancias y la comporten hasta respecto a la "desapropiación definitiva", los decretos aludidos son violatorios de los arts. 17 y18 de la Constitución Nacional.
Que la sentencia apelada alude a una presunción, derivada de ciertos antecedentes mencionados en la misma, según la cual los bienes a que este juicio se refiere eran propiedad enemiga. Pero sólo se trata de una referencia accidental que no constituye fundamento propio de lo decidido. Lo prueba, por de pronto, la redacción del pasaje respectivo -"todo hace presumir que la actora se encontraba económicamente vinculada y bajo la dependencia del enemigo" , fs.128-, pero sobre todo lo demuestra la integridad de la argumentación dirigida por completo a sostener la improcedencia de la intervención judicial en la ejecución de cualesquiera medidas de disposición tomadas por la junta bajo cuya autoridad hállase la propiedad enemiga en el régimen de los decretos que se acaban de citar.
Que, en síntesis, la definitiva apropiación por parte del Estado Argentino, a consecuencia de la guerra, de bienes pertenecientes a una Nación enemiga o puestos al servicio de sus hostilidades, pero que se hallan en el país bajo el régimen de sus instituciones, no puede consumarse sin violación de las garantías constitucionales, como no sea dando a quienes por las leyes nacionales son dueños de ellos, posibilidad de debatir judicialmente la calificación en virtud de la cual el Estado se considera con derecho de apropiación a su respecto. Esta conclusión impone la revocatoria de la sentencia en lo que ha sido materia del recurso conforme a lo expresado en el considerando 3, donde se determinó el alcance de este último. Deben, por tanto, volver los autos a la cámara para que, en vista de este pronunciamiento decida si en las circunstancias de esta causa y habida cuenta de la naturaleza jurídica de la acción promovida, ésta es o no procedente, con el alcance propio de las sentencias en juicios de esta especie, cual es dejar abierto el camino de la acción petitoria, si el interdicto es rechazado, o, si se hiciera lugar a él, la vía, para el Estado Argentino, del juicio ordinario pertinente para requerir que se sancione con regularidad constitucional la privación de la propiedad de que se trata en virtud del derecho de apropiación emergente de la guerra invocado por él.
Por tanto, se revoca la sentencia apelada en cuanto ha sido materia del recurso, debiendo volver los autos a la Cámara para que visto este pronunciamiento falle de nuevo la causa, con el alcance determinado en el último considerando. – TOMAS D. CASARES



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